13/6/11

"mi identidad por un plato de raíces" en Peonza n° 96




¿MI IDENTIDAD A CAMBIO DE UN PLATO DE RAICES?


                                       ¿De qué le sirven sus raíces a un árbol que desconoce sus hojas, flores y frutos?   
                                        



Lo que debes trasmitirle es el acento cubano, la grandeza de la expresión de Martí. La Antología de la poesía cubana te puede ser muy útil en este sentido, pues he procurado subrayar la nota cubana de sus poemas, siempre dándoles a comprender (a los lectores) que esa cubanía no es cosa externa, los cocoteros, las bandurrias y el bailongo, sino tratar de sorprender ese inefable cubano, un airecillo, una ternura, un estar y no estar. En fin, lo que cada cubano sencillo, cuando llega a su madurez, percibe como notas distintas, únicas, significantes de su circunstancia.
José Lezama Lima


Hijo de Eurípides caza ratones... de biblioteca

Mi padre se llamaba Eurípides.
¿Cómo podría resistir la tentación literaria alguien que convivió desde el nacimiento con semejante patronímico? La responsable es mi abuela, que tropezó durante su embarazo con una obra del famoso trágico (nunca me aclaró si la había leído en versión integral o en prosaica adaptación). Brillante profesor de matemáticas, el único gran fracaso pedagógico de mi padre consistió en no lograr inculcarme la más elemental certeza euclidiana.

Por un azar (“concurrente”, añadiría socarrón el poeta cubano José Lezama Lima) también mi madre tuvo un nombre griego. Y si bien ninguna Águeda brilla en la historia de las Bellas Letras, la que me trajo al mundo era profesora de Castellano y Literatura... aunque perteneciente a esa extraña, pero no rara, especie de profesoras de literatura que leen poco.
O sea que no me corresponde realmente aquello de “hijo de gato caza ratones”... A menos que sea como excepción que confirma el refrán.

El caso es que yo no soy hijo de Changó (el dios afrocubano del fuego, la guerra justa y la virilidad) ni "hijo de Siboney" (cultura aborigen a la que rinde homenaje un viejo son), aunque mi fisonomía revele sangre africana, aborigen... y de los españoles que se mezclaron con los dos grupos anteriores para engendrar el pueblo cubano.

No es necesario explicar lo que España dejó en Cuba: la lengua, las instituciones, mucha gastronomía, música, literatura y tradiciones. Algo que nos une a la península y al resto de Hispanoamérica, y que no precisa desglose aquí, por obvio.

En cambio, las culturas aborígenes se extinguieron tan rápidamente que de su escaso desarrollo cultural poco nos quedó. Más complejo es el caso de la cultura afrocubana, que posee una rica literatura oral. Los patakines -singular combinación de fábula, mito y cuento picaresco de raíz yoruba- forman sin dudas un corpus narrativo lleno de sabiduría y fascinante fantasía; pero tanto los protagonizados por animales simbólicos como los que ponen en escena a los orichas (héros-dioses africanos perfectamente adaptados a la realidad y el imaginario cubano) han visto, incluso hoy, su difusión limitada por sus funciones y tabúes religiosos.

Lo cierto es que, antes que hijo de Cuba, soy hijo de Eurípides Rosell y Águeda Gómez y de las lecturas y otras formas culturales que ellos dejaron entrar en mi casa. Ambos eran mestizos de extracción popular, pero no me pusieron en el biberón esa salsa afrocubana que todo el mundo identifica con la “Perla del Caribe”. Los pocos cuentos de tradición oral que oí en mi entorno familiar procedían de la picaresca criolla o de remotas fuentes literarias, no de la mitología afrocubana. Mis padres no frecuentaban los bailables (prefiriendo, de última, el sosegado danzón al son telúrico), tampoco bebían ron ni fumaban puros ni paladeaban el quimbombó ni se apasionaban con el béisbol ni jugaban bien al dominó. Yo los calificaría de cubanos inefables, para usar el calificativo de Lezama.

El de mi familia es el caso típico de aquellos mestizos cubanos que invirtieron talento y sudor en alejarse del sótano social donde se confinaba, apenas una generación atrás, a los esclavos y libertos. Mi abuela paterna nació solo 15 años después de la abolición definitiva de la esclavitud y no puedo razonablemente contar con que ninguno de mis tatarabuelos arrastrara la cadena infame. La necesidad de borrar ese “oscuro pasado” llevó a buena parte de la clase media-baja mestiza cubana a rechazar toda conexión cultural o religiosa con lo africano.

Por supuesto, nunca ignoré el color de mi piel ni tuve problemas de identificación con mestizos como mi padre, mulatos como mi madre o negros, como varios mis tíos y primos cercanos. Pero ni siquiera estos últimos aportaron a la construcción de mi identidad los rasgos culturales y de “modo de ser” más característicos del afrocubano. Lo cierto es que en la Cuba actual no puede hablarse de grupos étnicos. Los diversos rasgos de la cubanidad se reparten sin relación directa con la aparencia física: hay blancos de “cultura negra” y viceversa, y todo cubano, de manera estructural o superficial, y más o menos conscientemente, contiene todos los rasgos de la cubanidad... Otra cosa es que esté en condiciones de recrearla y trasmitirla convincentemente dentro de su propia creación.

“Todo eso está muy bonito, pero… ¿y tú dónde estás?”

La cultura oficial cubana -literatura y música “cultas”, cine, radio y televisión, artes plásticas o escénicas- que promueve el Estado (propietario absoluto, en mi país, de la escuela y los medios de comunicación) fue nacionalista solo en los tres o cuatro primeros años de la Revolución, consagrándose de manera progresiva y hasta la caída del “Muro de Berlín” en 1989, a ahondar el vínculo con la Unión Soviética y demás países del “socialismo real” y a cultivar un tercermundismo más político que cultural. Solo a partir de 1990, cuando yo llevaba año y medio residiendo en el extranjero, comenzó el Castrismo su retorno a sus olvidadas raíces nacionales.

En mis años de formación, las editoriales cubanas apenas compartían su monopolio de la venta de libros con las ediciones en castellano de los “países hermanos”, la Unión Soviética en particular. Se publicaron en aquellos años infinitamente más textos marxistas-leninistas, discursos de Fidel y la literatura “políticamente correcta” de Europa Oriental que del mundo restante. Salvo por algún raro título que cayó en mis manos de manera providencial, mis únicas lecturas contemporáneas eran lo escrito por compatriotas adeptos al “proceso revolucionario” y obras de países que nada tenían que ver con nuestras raíces (pongamos Mongolia, Bulgaria o Vietnam). Incluso fueron raros los libros documentales o de ficción que me dieron a conocer con profundidad la América retóricamente llamada “Nuestra” o el África tildada –con bastante oportunismo y alguna hipocresía– de “hermana”.

Afortunadamente, a los 11 años descubrí la “cámara del tesoro”. La biblioteca municipal estaba repleta de libros que jamás pasaron por las librerías: ediciones españolas de autores contemporáneos; británicos, escandinavos, alemanes y de otros países de Europa Occidental, entre ellos varios premios Andersen.

Cuando terminé mi primera novela, inspirada por la película francesa La guerra de los botones (Yves Robert, 1962), acababa de cumplir 13 años. Mis modelos literarios eran Enid Blyton y Hergé; una inglesa y un belga. Catorce años después, cuando entregué a una editorial habanera el que se convertiría en mi primer libro, El secreto del colmillo colgante (La Habana, 1983) a mis preferencias se sumaban Mark Twain, Erich Kästner, Ake Holmberg, el soviético Arkadi Gaidar y la cubana Dora Alonso.

En 1974 me incorporé al entonces dinámico movimiento de talleres literarios. Estas agrupaciones cumplían una doble función: posibilitar el desarrollo estético de escritores aficionados y/o noveles, y controlar su “correcta” orientación ideológica. Ya adulto, leí a muchos autores cubanos, del “Campo Socialista” y del “Tercer Mundo”, sin que ello me acercase más a mis raíces. Los negros y mestizos no éramos precisamente mayoría en los talleres literarios y, por otra parte, la cultura vernácula -afrocubana o hispanocubana- no abundaba en el paisaje editorial, fuera de formas que me parecían caducas, marginales o estereotipadas.

La preceptiva cultural del momento promovía el acercamiento al obrero y el campesino, a la “vida del pueblo”. Pero el realismo socialista no conquistó más que a un reducido y poco convincente puñado de autores. Por formación, por gusto y tal vez por conflicto generacional, yo oponía al localismo, el mimetismo y el descuido formal de muchos de mis colegas de taller literario, un concepto de literatura de alcance universal y excelencia estilística.

Tras unos años de tanteos infértiles, en 1979 comencé algo diferente, consecuente con el “universalismo” que me seducía: una fábula ecológico-política con la que conseguí mi primer premio y publicación nacional: el cuento “La gran rosa blanca”, que junto a otros textos similares integró el que sería mi segundo libro (estrenado en Santiago de Cuba en 1987, y en su versión actualizada y corregida, publicado por la editorial mexicana Progreso con el título de La lechuza me contó).

Con aquellas primeras “fabuleyendas” yo daba un paso decisivo hacia la construcción de un estilo propio. Pero mi identidad de autor seguía demasiado subordinada a la satisfacción de las necesidades de mi destinatario para pasar definitivamente de una literatura para niños a una plena literatura infantil. Por lo demás, aquellos textos ecológicos recreaban un mundo “esencial” donde ni siquiera los animales y plantas protagónicos eran reconociblemente cubanos.

Fue el gran novelista José Soler Puig quien, tras leer el manuscrito de mis “fabulendas”, puso el dedo en la yaga al espetarme: “Mira, todo eso está muy bonito, bien escrito y demás… pero ¿y tú dónde estás?”

Acababa yo de instalarme en la muy caribeña Santiago de Cuba y poco después, sin que hubiera la menor relación con las palabras de Soler Puig, la visita a una asociación musical de barrio me reveló la potencia de una cultura afrocubana que, por primera vez, resonó en mis entrañas.

Un año después terminaba un relato que, sin proponérmelo y sin estar siquiera consciente de ello, resume metafóricamente el doloroso mestizaje que construyó al pueblo cubano... y a mi propia familia. Gané con esa obra el premio José María Heredia; así denominado en honor al poeta que propició a los cubanos su primer amor romántico a la patria. Una patria que todavía no asumía al negro, mayoritariamente esclavo en esa primera mitad del siglo XIX.

Pero renuncié a la posibilidad de publicar un manuscrito que presentaba de manera maniquea al antagonista, reduciendo por ende la dimensión de los héroes. La solución técnica del problema pude haberla encontrado mucho antes; pero para que ese libro alcanzara el equilibrio que exigía su mensaje, me resultaba indispensable el proceso de investigación sobre mí mismo y sobre la identidad cubana que cubrí en l9 años de trashumancia por Brasil, Dinamarca, Francia, Argentina y la Guayana Francesa. La publicación de La leyenda de taita Osongo -primero en francés, en castellano dos años después y posteriormente en portugués- ejemplifica el camino que debían recorrer esta obra y su autor. Es quizá mi más ambiciosa y ciertamente la que más me compromete.

Lo realmente significativo de esa novela es que utilizo la estructura de un cuento tradicional ruso junto a algún elemento muy libremente inspirado de las religiones afrocubanas para contar un amor imposible entre un negro esclavo y una muchacha blanca, hija de un traficante y propietario de esclavos. Mi motivación inmediata fue un conflicto amoroso (aunque el diferente color de piel no es lo que impedía aquella relación). Muchos años después comprendería que la inspiración profunda me llegaba de mucho más lejos y profundo: del amor frustrado de mi abuela, mestiza de negro y aborigen, por el hombre blanco que le negó su apellido a mi padre.

Raíces subterráneas, raíces aéreas...

En toda obra hay parte de la vida y de los sueños del autor. Su vida y sueños están anclados en una determinada evolución familiar y social, en sus estudios, en el marco socio-económico de su infancia y adolescencia, en las obligaciones que siente respecto a su cultura, a sus modelos y maestros. Por ejemplo, mi novela Exploradores en el lago refleja mi compromiso con la ecología, nacido en la pasión con que me empeñé en revivir un limonero reseco del patio de la casa a la que me mudé antes de cumplir seis años; pero también se nutre de la “escuela al campo” (período que todo escolar cubano pasaba, cada año, como obrero agrícola, descubriendo, en compensación por las asperezas de la experiencia, la naturaleza tropical en su más nítida expresión).

Otro tanto puedo decir de libros como Javi y los leones y El pájaro libro. ¿Dicen acaso menos mis raíces que la Leyenda de Taita Osongo ? No lo creo: el método y la entraña evocada son diferentes sin dudas, pero se trata por igual de esenciales componentes del individuo que soy: si en La leyenda... hablo de mi identidad familiar y nacional, en El pájaro libro ahondo en mi obsesión de escritor que quiere ser leído, entrar en contacto directo con su lector (y yo no vivo del cuento, vivo para el cuento). Por su parte, Javi y los leones es una historia que me rondó desde la más temprana infancia; sublimando problemas como la timidez, el miedo a la soledad, la detestación de la violencia y la búsqueda de la figura protectora que mi padre -incapacitado por su propia privación paterna- era incapaz de encarnar.

Son ésos rasgos definitorios, constituyentes esenciales de mi persona y que me construyen como sujeto particular dentro del colectivo al que pertenezco por herencia, contagio o acomodamiento. Es en el conflicto dialéctico entre las raíces plurales y la personalidad singular que se construye todo individuo. De la misma manera que un pueblo se parece más a la yuxtaposición de sus componentes individuales que a un supuesto mínimo denominador común.
El colectivo no es la masacre de los individuos.
No es de sangre que se nutren las raíces sino de agua: sudor y lágrimas… las de felicidad incluidas.

Joel Franz Rosell


Peonza N° 96 / Cantabria / Abril 2011

SUMARIO

EDITORIAL: Iberoamérica y la LIF: falamos español - hablamos portugués.
Fanuel Hanan Díaz: ¿Literatura infantil latinoamericana?
Ana María Machado: Raíces que nutren y sostienen.
Joel Franz Rosell: ¿Mi identidad a cambio de un plato de raíces?
Enrique Pérez Díaz : Mis raíces duermen bajo el mar
Javier Flor: Horizontes cercanos o cómo hablar de Literatura Infantil en Iberoamérica en el siglo XXI.
ENTREVISTAMOS A : Marina Colasanti.
MIL PALABRAS PARA UNA IMAGEN. José Luis Polanco: Ser sombra y vacío.
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NUESTRO ILUSTRADOR: Gabriel Pacheco.
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1 comentario:

nemo dijo...

es mucho lo que se habla es nuestros tiempos de las raíces. Debe ser por el individualismo galopante de la sociedad contemporánea y por el desarrollo simultáneo de lo que parece su contrario: el comunitarismo. Es interesante cómo Rosell opone las raíces familiares y personales a las raíces sociales y nacionales de un mismo individuo, que aparecen como un par dialéctico en creativa contradicción

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