27/10/13

El Juego Literario de Medellín: mucha literatura en un hermoso país



en el colegio Santa Elena (Medellín) el 19 de septiembre 2013
El 11 de septiembre pasado partí rumbo a Colombia con una agenda de 12 días.  Como de costumbre me acosté tarde debido a que siempre se me quedan preparativos para última hora (soy un experto viajero inepto: en un viaje llevo demasiado y en el siguiente insuficientemente). Me levanté a eso de las 6:00, llamé un taxi para las 7:30  y partí hacia el aeropuerto de Orly, que es de donde salen la mayoría de los vuelos hacia América Latina. Situado al sur de París, es el que me queda más lejos.

torre de control del aeropuerto Barajas, de Madrid

El viaje entero estaba contratado con Avianca, la compañía de bandera colombiana, pero el primer tramo, de unas dos horas de duración, hasta Madrid, lo operaba Iberia. Durante las diez hasta Medellín no leí ni dormí gran cosa, pues andaba mal del estómago y desvelado, pero vi dos películas: un interesante documental sobre la preparación de la última gira que Michel Jackson no pudo llegar a realizar y la excelente película de animación “Un mundo fantástico” (intitulada “Epic” en inglés y francés).

El vuelo llegó adelantado, pero la cola de control de pasaportes fue larga y lenta. Al salir, no vi nadie con el consabido cartelito con mi nombre. Convencido de que la persona que me habían anunciado me esperaría, yo no había cambiado euros en pesos colombianos en la ventanilla ad hoc abierta en el área de embarque). Mi teléfono celular no quiso comunicarme (ni ese ni ningún otro día, pese a mostrar el indicativo de la compañía local Tigo) con los números de la Fundación de Letras.  No era el sempiterno problema de los códigos que hay que añadir o quitar cuando llamas a un celular, o a un fijo, a tal o cual ciudad, desde dentro o fuera del país, ya que seguí las recomendaciones de mi guía Lonely Planet de Colombia y de mi vecina de asiento, que también esperaba quien la recogiera.
Al fin, un empleado del aeropuerto me cambió 5 euros y compré unos horribles caramelos de fresa para tener monedas y llamar desde un teléfono público. Cuando pregunté cómo llamar a un celular, otro amable “paisa” (así se llama a los habitantes del departamento de Antioquia, que tiene a Medellín como capital) me cogió la moneda, marcó y me tendió el tubo cuando ya la coordinadora de mi evento respondía. Muy asombrada, me dijo que enseguida hablaba con la persona encargada de recibirme, quien había salido hacia el aeropuerto con tiempo de sobra.
Al poco rato apareció la susodicha: una jovencita que había venido en moto con su novio y andaba por otra área del aeropuerto, confiando en que mi vuelo estaba previsto más tarde, pero sin tomar la precaución de verificar en las pizarras automáticas que informaban la llegadas de los vuelos.
El hotel no era el que me habían anunciado por e-mail. Lo cambiaron por ruidoso, pues se halla cerca del estadio donde tendrían lugar en esos días un partido de fútbol importante y un concierto de Beyoncé. Pienso que el cambio nos favoreció,  pues el Ibis pertenece a una cadena francesa que se caracteriza por sus instalaciones funcionales y relativamente baratas (en febrero, cuando estuve en Bogotá para el congreso CILELIJ, me hospedé una noche en el Ibis Bogotá Museo, de diseño y servicios idénticos al que ahora me acogía en Medellín). Eran las nueve y media cuando llegamos al restaurante recomendado para esa noche (fuimos allí otras dos veces, pese a que quedaba un poco alejado), y ya no servían. En el centro comercial adyacente (los hay muchos en Medellín; son enormes y contienen de todo: ropas, zapatos, comida, electrodomésticos, bancos, cines… y seguramente de manera excepcional, libros) al fin dimos con un restaurante japonés que todavía recibía comensales. Mi anfitriona no pudo manejar los palitos y pedí cubiertos para ella. Por tozudez o por esnobismo, no pedí para mí, y eso que me sirvieron una especie de pizza (jamás vi nada parecido en restaurantes japoneses de otros países, pero estaba muy bueno).

Terminábamos de comer cuando empecé a sentirme muy cansado. Mi reloj, que indicaba la hora local y la de París, me informó que llevaba más de 22 horas despierto.

Primer día en Medellín

tres vistas del barrio donde se encuentra el hotel Ibis de Medellín: con sol, bajo una repentina tormenta y al atardecer

Al día siguiente salí poco del hotel, pues no había terminado de retocar las imágenes con que decidí ilustrar mi conferencia. Mi participación en la Fiesta del Libro y la Cultura incluía también un taller para “abuelos cuentacuentos” y como giraba en torno al Kamishibai, método japonés de narración oral en que no soy tan ducho,) lo comencé antes y pude enviarlo con anticipación. La conferencia, que debía girar en torno a la definición de la literatura infantil, me pareció más fácil por haber abordado el tema en varias ocasiones. Sin embargo, me costó mucho más tiempo de lo previsto (es más fácil añadir o crear que suprimir o corregir). En fin, que en vez de aprovechar paseando el único día libre que tenía antes de comenzar mis actividades, lo invertí trabajando. Solo salí para almorzar en compañía de Mauricio, uno de los funcionarios del Taller de Letras y la recién llegada Irene Vasco, a quien conocí en París no sé cuándo y volví a ver en Bogotá en marzo, en ocasión del II Congreso Iberoamericano de Lengua y Literatura Infantil y Juvenil (CILELIJ). Después de otra sesión de trabajo en mi habitación, vinieron a buscarme para una primera visita a la sede del evento, tras la cual me llevaron a comer a la “zona rosa”, que no es la de las prostitutas sino la que concentra mayor número de bares y restaurantes.

Tuve la mala idea de elegir un restaurante llamado “Fuego Cubano” (antes se llamaba “Fidel” y de esa época conservaba una caricatura suya en la fachada). La comida era mala, además de no tener nada de cubano, cosa que no me hubiera importado pues no siento la menor nostalgia por la gastronomía criolla (si tal cosa existe; los cubanos tenemos sazón, no gastronomía). Estábamos terminando cuando de repente me sentí incapaz de encontrar las palabras. La falta de sueño (había dormido muy mal esa primera noche en Medellín) y la falta de oxígeno (el valle de Aburrá está a unos 1500 metros de altura) acabaron conmigo.

En más de una ocasión, al subir una escalera o apurarme sentí falta de aire. Curiosamente, en Bogotá, que está a 2600 m de altura, tuve menos frecuentemente la impresión de falta de aire, pero tal vez se debió a que estuve en la capital menos de 48 horas y a que no subí muchas escaleras.

La fiesta del libro y la cultura

En esta vista del norte de Medellín, tomada desde uno de sus barrios altos, se ven cuatro “cajas” rojas: son los edificios del Parque Explora. Las áreas verdes que lo rodean son el Jardín Botánico y la arboleda de la Universidad de Antioquia.

El viernes por la mañana volví al Parque Explora; un centro de recreación en torno a la ciencia, con aparatos para experimentar física y química, dinosaurios de goma con de apariencia muy realista, que se mueven y emiten sonidos también muy convincentemente, y con un acuario que me prometí visitar, sin encontrar nunca el tiempo necesario. En el excelente auditorio del Parque Explora tuvieron lugar las sesiones del XXII Seminario de Literatura Infantil y Juvenil, que es el primero –y más antiguo– de los eventos que integraron la VII Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín, que incluye otros eventos no relacionados con la literatura infantil, como el IV Encuentro de literatura policial Medellín Negro y encuentros profesionales (de bibliotecarios, libreros, promotores), así como conciertos, concursos, etc. La Feria del libro y la mayoría de las actividades del XXI Juego Literario se desarrollaron en el colindante Jardín Botánico, en numerosas carpas  e instalaciones fijas, tales como un edificio de estilo colonial conocido como Las Azaleas y los pabellones de exposición llamados orquidearios; estructuras de madera que se elevan a unos 15 metros de altura, como gigantescas sombrillas.

Aunque ya he participado en ferias del libro de diversos países, es la primera vez que veo una en tan estrecho contacto con la naturaleza (creo que fue Horacio quien dijo aquello de “Si hortum im bibliotca habes, deerit nihil”, es decir: “Si tienes una huerta y una biblioteca, nada te falta”). El Jardín Botánico de Medellín no es muy grande, pero posee hermosas especies vegetales; otrora medio abandonado (pese a su proximidad con la Universidad de Antioquía, una de las mayores y más importantes de Colombia), la celebración de eventos culturales lo ha puesto de moda. Los mismos amantes de las plantas a quienes antes dolía la desidia, ahora se quejan del impacto de los demasiado numerosos visitantes. Vi, en efecto, césped pisoteado y no conseguí avistar una sola de las ardillas que, me dijeron, pueblan el parque.  

En la Feria vi siempre muchísima gente, y compraban libros pese a que son más caros que en Francia o España  (traté, sin lograrlo, curiosear en los puestos de libros en promoción, donde los precios eran más amables). También mucha gente iba a las animaciones, donde  había de todo: desde narraciones de cuentos y encuentros con escritores e ilustradores, hasta cursos de francés, maquillaje, conciertos y numerosos talleres. Asistí algunos, entre ellos el del lituano Kestutis Kasparavicius, que es uno de los hallazgos de mi participación en el XXI Juego Literario de Medellín. Ilustrador  y a veces autor de medio centenar de 40 libros, Kestutis es tal vez y tipo más alto que he conocido. Pese a la barrera de la lengua (lo acompañó una compatriota) logró comunicar su desbordante imaginación y sensibilidad a los chicos participantes en el taller al que asistí. Sus libros en castellano no tardaron en agotarse y no faltó con viniera con un ejemplar en otra lengua para llevarse la dedicatoria.

El bibliocirco siempre estaba lleno y circulaba mucha gente por las aceras internas, donde se plantaban  las inevitables “estatuas vivas” y se movían unos animadores disfrazados como personajes de Julio Verne (figura-tema de la VII Fiesta del Libro): uno de ellos llevaba una cesta de globo aerostático colgando de sus hombros por medio de tirantes y con globos flotando sobre la cabeza, y otro vestía escafandra de buzo y se movía como ralentizado por el agua. Se supone que era el capitán Nemo, pero hablaba con acento mexicano que pretendía ser francés (ambas cosas absurdas, puesto que Nemo era un príncipe indio).   

Por supuesto, no faltaban los vendedores de golosinas diversas: helados, queso con dulce-guayaba (que en Colombia llaman “bocadillo”), pasteles y empanadas diversos, jugos de frutas (algunas conocidas en Cuba y otras, exóticas) y una que otra cosa rara, como el mango verde cortado en tiritas y con una salsa ácidas que parece gustar mucho a los “paisa”. Este gentilicio, que parece abreviación de “paisano”, se aplica a los habitantes de una zona que hoy abarca el departamento de Antioquia y parte de otros vecinos.

El paisa es muy orgulloso de su tierra (todo el tiempo me preguntaban cómo lo estaba pasando, qué me parecía Medellín…) y pasa por ser muy emprendedor. Lo cierto es que cuando en la capital colombiana no hay metro, el de Medellín fue inaugurado en 1995; una de sus dos líneas tiene 23 km de largo y si la otra solo tiene 6 km, por lo estrecho que es el valle de Aburrá, que desborda la inmensa Medellín (dos millones y medio de habitantes –como La Habana–, pero un millón más si se cuentan las localidades adyacentes). Más que metro habría que decir tren urbano, pues ningún tramo es subterráneo, y solo en algunos sitios los rieles se levantan sobre enormes y feos pilares de concreto. Es un metro moderno (igual al de Madrid) y muy limpio, y se prolonga en varias líneas de “metrocable”, el funicular que sube a los barrios populares enclavados en las laderas del valle.

El dinamismo de Medellín también lo refleja la asombrosa cantidad de edificios altos, modernos y, algunos, bonitos (el ladrillo predomina como material de construcción tanto en Medellín como en Bogotá). La bullente demografía y la insuficiencia de los transportes públicos atestan las calles con automóviles, motocicletas y ómnibus que frecuentemente dejan escapar asfixiantes nubes de humo negro. Circular por Medellín es peligroso no solo para los pulmones y los oídos, sino para la vida, porque manejan como locos. Pero todo el mundo parece acostumbrado a recorrer grandes distancias y a hacerlo incluso en bicicleta, lo que es una verdadera locura, salvo en las pocas calles que disponen de pista ciclista, o durante los fines de semana, cuando algunas vías se despejan totalmente para los pedaleantes. Tanta es la circulación que en las horas de más tráfico se han dictado limitaciones. Es lo que llaman pico y placa (no leas “pico y pala”): en las horas pico, los automóviles cuyas placas terminan en tal o cual dígito solo pueden circular determinados días.

Empiezo a trabajar


La conferencia inaugural del Seminario de Literatura Infantil corrió a cargo del especialista en promoción Santiago Yubero, del centro de investigación de literatura infantil y universidad de Cuenca, quien aportó muy interesantes datos sobre la sociología de la lectura en España. Entre otras cosas, nos reveló que los graduados universitarios –pedagogos incluidos– no leen más que el ciudadano medio; lo que explica lo mal que suelen promover la lectura entre los jóvenes. Tras el receso (merienda en cajita, como en Cuba; pero lindas, con colorcito) me tocó ocupar el podio para presentar mi conferencia “La literatura infantil: un oficio de centauros y sirenas”. A pedido de los organizadores, la titulé como libro de ensayos que publiqué hace 12 años (y que está actualmente agotado y fuera de catálogo: lo digo por si hay algún editor leyendo estas líneas) y aborda temas incluidos en dicha obra: ¿qué es la literatura infantil?, ¿qué la une y distingue de la literatura para adultos?, ¿por qué es tan necesaria? A juzgar por la atención prestada, por los aplausos, preguntas y comentarios de pasillo, mi intervención fue bien recibida.

El kamishibai y yo

Al día siguiente descubrí el auditorio transformado en tres salas (es un espacio multifacético, con geometría variable, que se transforma en pocos minutos y sin esfuerzo). Era día de talleres y el que me correspondió impartir fue el primero de los cinco que consagré a la cuestión de la narración oral. En aquella primera versión fui más bien teórico-biográfico, pues me centré en la presencia de la narración oral en mi obra: desde la época en que comencé a contar historias, después de dibujarlas, pero antes de escribirlas  y llegando hasta los años 80, cuando pasé un curso de narración oral en la Casa de la Comedia de La Habana, y utilicé esta nueva competencia para crear dos de los textos que más tarde integraría en Los cuentos del mago y el mago del cuento.
Entre otras anécdotas referí mi descubrimiento, a fines de los 90, en Francia, del kamishibai o “teatro de papel”; una centenaria técnica japonesa de contar cuentos que es, en realidad, una lectura disimulada. El kamishibai consiste en un retablo portátil, abierto por delante y por detrás, que lo que lleva dentro no son títeres, sino las hojas que contienen el texto y las ilustraciones de un cuento. Cada hoja muestra por un lado la ilustración y por el otro, el texto… de la página siguiente. De esta manera, mientras el público ve la ilustración de la página 2 (por el hueco que tiene el retablo por delante), el cuentacuentos ve el texto de dicha página, impreso en el reverso de la página 1, la cual él ha retirado para ponerla al final del paquete de hojas y así verla a través del hueco trasero del retablo. Desplazando una tras otra las hojas, el narrador mantiene ante los ojos del público una ilustración cuyo texto él puede leer sin ser visto.
Mis talleristas entendieron perfectamente el método cuando lo apliqué a “¡Quiero otro!”, un cuento del que soy autor e ilustrador. Además de “¡Quiero otro! leí (normalmente, como el resto de mis notas) “Un cuento polar”, la historia de un escritor que se encuentra con un cuento vivo en la esquina de su casa y acaba siendo devorado por éste.


Dos momentos de la simpática cena en que nos encontramos todos los autores e ilustradores presentes y el eficiente equipo de la Fundación Taller de Letras "Jordi Sierra i Fabra" en Medellín:

Elena Melo, Rodez, Amalia Low, Irene Vasco, Silvia Schujer, Leidy Molina, Rafael García, Joel Franz Rosell y Kestutis Kasparavicius

Silvia Schujer, Conde de Letras, Irene Vasco,Kestutis Kasparavicius, Natalia Duque, Elena Melo, Rodez, Amalia Low,  Leidy Molina, Rafael García y el autor de estas notas.
Los cuentos que he citado no fueron los únicos que ofrecí durante mi participación en la VII Fiesta del libro y la lectura de Medellín: leí un tercero en la cena organizada una semana después para que los y los escritores e ilustradores invitados conociéramos a todos los colaboradores de la Fundación Taller de Letras. Un cuarto cuento me fue solicitado para el acto de clausura, el sábado 21 (lo presentó una narradora, parece que con éxito, pero no llegué a tiempo para escucharla).

Mis libros en Colombia

Solo uno de los cuatro cuentos que he mencionado ha sido publicado en castellano (“Sueños”, el que narré en el restaurante donde tuvo lugar la cena “social”, pertenece a Los cuentos del mago y el mago del cuento), y el que presenté en modo kamishibai, “¡Quiero otro!”, solo ha sido publicado en vasco.

En lo que respecta a “Un cuento polar”, en realidad no lo concebí para divulgarlo en forma impresa sino para comunicarlo oralmente. Y el cuento que clausuró el Encuentro de Abuelos Cuentacuentos, “El plátano aventurero”, lo he propuesto a algunas editoriales, pero –pese a una primera respuesta positiva-  por parte del Fondo de Cultura Económica– solo tiene, por el momento, una propuesta de edición en una antología cubana.
Se dirá que no hice mucho por la promoción de mis libros, pero es que en Medellín no vi más que uno de ellos a la venta (el que menos esperaba: La lechuza me contó, de la editorial mexicana Progreso). Otras editoriales que me publican y que tenían caseta en la Feria (Alfaguara, SM, Edelvives, Fondo de Cultura Económica) o las librerías que importan títulos extranjeros (álbumes ilustrados sobre todo) nada mío proponían.



De Kalandraka, que hoy es la editorial que más libros míos tiene en catálogo, vi poca cosa y a precios exorbitantes. Encontré un ejemplar de la primera edición de Pájaros en la cabeza (en pequeño formato) en una librería próxima al liceo francés de Bogotá: lo vendían por lo menos cuatro veces más caro que en España. Es extraño porque todos mis editores me anuncian precios muy bajos cuando se trata de ventas latinoamericanas.

Yo había escrito a todos mis editores informándoles con anticipación mi viaje a Colombia (siempre que me desplazo, pongo en antecedentes a mis editores… y raramente sirve de algo).
Estas cosas no me ocurren solo a mí, por supuesto. La comercialización del libro en América Latina es un verdadero rompecabezas. Y como mis anfitriones no me advirtieron, ni siquiera llevé ejemplares para vender (cuando ellos mismos quisieron adquirir algunos, no tenía en mi maleta más que lo que siempre llevo para mostrar durante mis encuentros con chicos o para regalar.
En realidad, las entidades culturales que viven de subvenciones y no de una actividad comercial suelen hacer excelentes actividades de promoción, pero descuidan la venta de libros, incluidos los de los autores que invitan… Pero,  ¿si la gente no compra libros, cómo pueden desarrollar un hábito de lectura?  ¿Se puede ser un lector regular sin tener biblioteca propia? Tampoco yo leo únicamente los libros que poseo; pero ni siquiera en París, donde además de una formidable red de librerías hay más de 70 bibliotecas, excelentes, actualizadas y gratuitas, se puede concebir un lector que no tenga libros en casa.

Visitas a colegios



En las cuatro escuelas con que trabajé (dos en barrio rico, otra en una zona rural acomodada y la última en un barrio popular) había algunos de mis libros.  Pero era un triste ejemplar que, supongo, les ofreció la propia Fundación Taller de Letras (aunque en el caso del colegio Cumbres me consta que la profesora hizo sus propias adquisiciones, probablemente en una librería on line). 





No habiendo varios ejemplares de mis libros, he de concluir que los chicos tomaron contacto con mis libros por la oreja y no por los ojos. Y ese es otro defecto irreparable de la promoción de la lectura en la escuela: los niños escuchan mucho más de lo que leen; toman conocimiento de la literatura, pero no ejercitan esa competencia técnica e intelectual que consiste en apropiarse un texto literario mediante lectura individual y silenciosa. A todos los niños les gusta que les cuenten cuentos, pero convertir un texto escrito en placer literario: palabras en frases, frases en párrafos, párrafos en páginas y todo ello en sentidos estéticos… es algo que solo se adquiere practicando directamente la lectura.

Por otra parte, a medida que crece, todo individuo va personalizando sus gustos y necesidades, de modo que la lectura colectiva genera insatisfacciones y carencias. Además, en la adolescencia uno rechaza lo que le gustaba hacer de chiquito,  de modo que la práctica de la lectura en grupo, tan frecuente en la primaria, rebota como un boomerang y acaba destruyendo el amor por los libros (que no ha de confundirse con el amor por la lectura) que se creía instalado. A todo esto se suma el hecho que los libros infantiles son mayoritariamente divertidos y con un componente de evasión que suele faltar en la literatura para adolescentes, actualmente muy inclinada a abordar temas “difíciles”,  en un realismo que mucho tiene de didactismo.
Muy a menudo he notado que los adolescentes sienten deseos de leer cuentos en principio destinados a niños pequeños; pero ni osan decirlo ni los mediadores piensan en ofrecérselos. Se pierde así el acceso a libros que –todavía, ¿por qué no? – pueden satisfacer necesidades del joven y ayudarlos en el camino difícil, para  muchos de ellos, de dominio de la lectura.

Más trabajo

El Seminario de Literatura Infantil fue viernes y sábado, y el domingo hice un primer taller en la carpa del Juego Literario, donde fui más ameno; no leí mi texto, pero todavía no puse a trabajar a los asistentes, que debían irse a otra actividad muy poco tiempo después.  Con los que se quedaron me puse a conversar sobre cuestiones diversas en torno a la lectura y la literatura infantil, y finalmente, aquello se convirtió en un conversatorio que llenó de nuevo la carpa. En lugar de la hora prevista, trabajé dos.  Era gente realmente interesada e inteligente.


El lunes tuve mi día más cargado: por la mañana encuentro con niños en un colegio; a mediodía, taller y por la tarde, antes de salir hacia el aeropuerto rumbo a Bogotá, entrevista con público en el Bibliocirco.
A las 9 de la mañana, tras subir empinadas laderas, el taxi nos desembarcaba a mí a acompañante y a mí en el colegio Montesori, que debe su nombre al italiano inventor de una pedagogía activa y respetuosa del niño. Instalado en uno de los barrios ricos de las colinas del sur de Medellín, donde fuera fundado hace 80 años, es un colegio privado y católico, con los alumnos elegantemente uniformados.

Ya estaba yo en el escenario del excelente teatro, cuando se presentaron niños (¿o eran todas niñas?) con un uniforme distinto, del segundo colegio que debía participar en el encuentro, el Cumbres. La fervorosa maestra que acompañaba el grupo me hizo muchos regalos; algunos eran sorprendentes, como barritas de chocolate y una botella de plástico como para llevar el refresco de la merienda, pero otros los que he incorporado a mi archivo. Por ejemplo, unos magníficos marcadores a base de dibujos hechos por los niños tras leer algunos de mis textos.

He aquí algunos de los dibujos. El resto y los textos los he publicado en mi otro sitio: http://cuentosdelmagodelcuento.blogspot.fr/2013/10/cuentos-del-mago-y-el-mago-del-cuento.html

Las preguntas que me fueron formuladas durante el encuentro, en nada diferían de las que me han hecho en otros países (cualquier escritor diría lo mismo). Sea en Cuba, España, Argentina, Brasil, Francia, Alemania o Grecia, lo único que cambia realmente es el estilo: los niños latinoamericanos son más espontáneos que los europeos, salvo en el caso de los cubanos, que dejan asomar el carácter vertical de su sistema educacional.

En el Bibliocirco la cosa fue diferente: en un ambiente diseñado como un auténtico circo y decorado en alusión a Julio Verne (con quien ya “coincidí” el año anterior en la Feria del Libro de Panamá). El entrevistador era un auténtico profesional, dotado de una excelente memoria y con el don de utilizar perfectamente los datos obtenidos en una documentación que no incluía sin duda la lectura de mis libros. Hasta yo mismo hubiera creído que me conocía al dedillo y que llevaba años leyéndome. Al principio no había mucha gente, pues era la hora de la comida, pero al final, la carpa estaba casi llena.
Una de las muchachas de la Fundación me condujo por el laberinto de senderos del Jardín Botánico (repleto pese a ser más de las ocho de la noche) hasta el taxi que nos condujo al aeropuerto, y allí cogí un aparato del “puente aéreo” que une las dos ciudades más importantes de Colombia.

En Bogotá

Si el viaje en carretera debe ser bastante penoso, puesto que Medellín y Bogotá están en valles paralelos, separados con una cadena de montañas, en avión es cosa de una media hora. Me aprestaba yo a echar un sueñito cuando anunciaron que ya íbamos a aterrizar.
Una vez más, me quedé esperando por la persona que debía recibirme (¿será una especialidad colombiana?), pero esta vez fui paciente y al fin apareció un señor con el cartelito con mi nombre. Me preguntó si había hecho buen vuelo, pero no se excusó por el retraso. Me condujo a un microbús donde cabrían 15 personas y donde viajaba su esposa o novia. Sin prácticamente dirigirme la palabra en un trayecto de por lo menos 20 minutos, me condujo al hotel. Terminaba de registrarme cuando me pasó su teléfono celular para que el director del liceo francés me diera la bienvenida.

Enseguida comprendí que en Bogotá no sería como en Medellín, donde siempre había alguien para acompañarme y evacuar cuanta dificultad pudiera presentarse. Si los bogotanos son menos efusivos que los medellinenses, los franceses son aún menos expansivos y atentos que los bogotanos. Con decir que me pagaron cama y desayuno, pero no las cenas (la de la primera noche, pase, porque llegué después de las 10y30, y podía suponerse que ya había comido, pero al día siguiente terminé mis actividades a eso de las 3pm, y me dejaron salir del colegio sin preocuparse en lo más mínimo de mis necesidades o deseos.
En mi viaje anterior solo estuve en la parte antigua de Bogotá y en el llamado Sector Internacional, que es la parte moderna limítrofe con el viejo Bogotá. El barrio en que ahora me hallé es un sector residencial, bastante elegante, con muchos árboles y jardines, pero debe quedar en una parte angosta del valle, pues a ambos lados se veían cerca las laderas de las montañas (muy bonito, por cierto). En las avenidas más importantes (las llaman “carreras” para distinguirlas de las simples “calles”) había mucho comercio; sobre todo en la carrera 11ª, que limita la manzana de mi hotel por uno de sus lados.

Gracias a esto, descubrí dos librerías. En una de ellas encontré un ejemplar de la primera versión de “Pájaros en la cabeza”, carísimo; pero hallé libros baratos que compré (“Piratas”, un título de Walter Scott del que nunca oí hablar, y uno sobre Martí que no me enseñó nada, pero tenía una iconografía interesante). Como tenía una cita a las 7 de la tarde,  el tiempo solo me alcanzó para una rápida visita del Museo Nacional, donde descubrí que nadie está de acuerdo sobre cuál fue la verdadera fisonomía de Bolívar: en una de las salas había no menos de veinte retratos suyos, y en ninguno se parecía. Siempre delgado y de nariz más o menos aguileña, en unos parecía español, en otros, indio y en alguno hasta mulato.




 

El Museo Nacional cierra a las seis, así que solo pude ver tres salas (perdí un tiempo precioso en la exposición temporal, de cerámica griega que sobra en Francia). Creyendo que disponía de tiempo, caminé un poco, entré en un supermercado donde compré mis ansiadas barras de guayaba y solo entonces comencé a buscar un taxi. Pero estos resultan incapturables a esa hora de salida de oficinas y tránsito abarrotado, así que cuando al fin llegué al hotel ya eran más de las 7:20. Sin embargo, la hermana de mi colega colombiana Gloria Cecilia Díaz no apareció hasta casi las ocho, y tuve tiempo de organizar mi equipaje.
Supongo que la buena señora evitó llegar a la hora de comer, suponiendo que el liceo francés me la habría pagado. En realidad, yo creía lo mismo, y como no me quedaba gran cosa de los pesos colombianos que había sacado la víspera, en el banco que descubrí frente a mi hotel de Medellín, decidí comer en la habitación de mi (bastante lujoso) hotel bogotano, ordenar me pusieran su importe en la cuenta.
Las normas de La Charte de Autores e ilustradores de literatura infantil, que yo había mandado al liceo cuando me preguntaron cuánto cobraba por mis talleres, indican claramente que a cuenta del contratante quedan el transporte, el alojamiento y las comidas. En una de sus respuestas, el liceo francés precisó que me pagaban el viaje Medellín-Bogotá-Medellín, el hotel y el desayuno, y que el almuerzo sería en el comedor escolar, sin decir nada de las cenas. Es en aquel momento que yo debí recordarles lo de las cenas.
El caso es que no me quedó más remedio que pagar la comidita (más mala que cara) cuando dejé el hotel la mañana siguiente, usando en fin de cuentas mi tarjeta. Todo el tiempo que estuve en Colombia anduve corto de dinero. Al regresar a París, ordenando cosas, descubrí que no solo tenía algunos dólares, sino un puñado de pesos. Pero en Medellín tardé en descubrir un banco frente a mi hotel y en sacar efectivo con mi tarjeta. Pero al dejar mi hotel en Bogotá estaba de nuevo con pocos pesos y no tardaría en descubrir que había agotado la cantidad que esa semana podía retirar con tarjeta.
Por suerte, en el inmenso shopping center Andino, de la carrera 11ª, cerca del hotel,  había una casa de cambio donde compré euros con parte de los euros que había traído.

En el liceo “Louis Pasteur”

Los franceses tuvieron la clarividencia de hospedarme a siete cuadras del liceo, así que fui a pie en un corto, pero agradable paseo.
Tras cruzar el sólido portón y dejar mi carné de identidad al guardián (el pasaporte lo mantuve siempre en las cajas fuertes de mi habitación, lo mismo en Bogotá que en Medellín), me dirigí a la recepción, donde no tardó en venir a saludarme el director, un tipo joven, dinámico y elegantísimo. En el magnífico anfiteatro donde hice la mayoría de mis actividades, me esperaban un centenar de niños expectantes. Hice dos encuentros seguidos, primero con los de quinto-sexto y luego con otros más chiquitos.
Al día siguiente compartí con un grupo de tercero las estrategias para hacer un “diario de viaje”. Les servirá para la excursión que van a hacer este año al Palenque San Basilio (uno de los raros lugares de América Latina donde se conserva un legado material y cultural de los antiguos asentamientos de cimarrones) y a Cartagena de Indias, ciudad colonial que visité la primera vez que vine a Colombia, para participar en el Congreso Internacional del IBBY, en 2000.

La esclavitud y el diario de viaje figuran en el programa del liceo francés de Bogotá este año, y sobre el primer tema fui ampliamente interrogado en el primer encuentro del teatro; no solo por los chicos sino por los profesores. Es un tema en el que he profundizado desde los tiempos de la primera versión de La leyenda de Taita Osongo (1983) y que hoy conozco bien. De hecho, lo he vuelvo a tocar en mi cuento inédito “Taita Osongo: el camino del monte”, que conté aquella mañana al tiempo que mostraba las ilustraciones que hice para ese libro todavía inédito. La enorme pantalla desplegada en el escenario, conectada a mi computadora portátil, dio una excelente imagen de las que considero mis ilustraciones más logradas.



En todas partes del mundo, las reservaciones de hotel vencen a mediodía, y como yo terminaba mi trabajo a las 3 y a partir de las 4 pasaba a recogerme el chofer que me devolvería al aeropuerto, debía liberar la habitación y depositar mi equipaje en recepción. El check-out demoró más de lo previsto y lloviznaba, así que cogí un taxi… que me atrasó más que me adelantó. Ya mi primera noche en Medellín, el taxista que solicitamos nos confesó que era nuevo en la ciudad y no sabría llevarnos y, la víspera, mi primer taxista bogotano me llevó a un museo equivocado y esa mañana, el tercer taxi que cogí en la capital ignoraba que la calle del liceo no sale a la carrera que le pasa por detrás. Para evitar el rodeo en auto, lo hice a pie y, de todas formas, llegué tarde (¿debo concluir que en Colombia hay mucha gente que se improvisa taxista, y son pocos los que tienen GPS para orientarse en sus grandes urbes?).
El caso es que yo era impacientemente esperado en el teatro y me excusé con la broma clásica (“Cuando uno viene desde París, aunque no sea en cigüeña, tiene derecho a unos minutos de retraso”). Después de almuerzo, hice un último taller sobre el empleo de la literatura infantil, la lectura y el taller literario en la escuela. Era un taller para profesores y no eran muy numerosos, pues ese mismo día había otra jornada de formación en el colegio; pero –Pauci sed boni- el intercambio no fue menos fructífero. Después visité las dos bibliotecas (una para los alumnos primarios y otra para los secundarios) del liceo.
La primera es la que más me interesaba, pues pocos libros tengo para mayores de 12 años. Pero como la compra de libros de este curso, en la que se incluyó títulos de mi autoría, todavía no habían sido desempacados, y me quedé sin saber qué tenían y, lo que es peor, debí regresar a París con los ejemplares en francés que había llevado para venderles si fuera necesario. Solo conseguí ver uno de mis libros… y debí recomendar que fuera trasladado a la biblioteca de secundaria, pues no era adecuado a la edad de los usuarios. Descubrí un único títulos de Hillman-Libros & Libros, la editorial que estaba en esos momentos a punto de publicar mi primer libro colombiano, El secreto del colmillo dorado”. En las librerías de Bogotá que visité en marzo y en esta ocasión no conseguí ver ningún título de H-L&L, y tampoco vi ninguno en la feria del libro de Medellín. Supongo que, como otras editoriales latinoamericanas que poseen un importante catálogo de libros escolares, distribuyen directamente a las escuelas y se interesan poco en las librerías.


De nuevo en Medellín

Cuando aterricé en Medellín el miércoles por la noche sí que me estaban esperando. Pero al llegar al hotel resultó que mi habitación estaba reservada solo a partir del día siguiente. Como no había habitación libre (es un tipo de hotel “de negocios” que se llena en semana y se vacía sábado y domingo), acabé durmiendo esa noche en casa de la coordinadora del evento, que estaba muerta de disgusto, porque su esfuerzo organizativo se veía desarticulado por un error del hotel. Me llevó a cenar a un bonito restaurante, instalado en una casona con jardín que perteneciera a un escritor y folclorista, y donde ya se hallaba un pareja de ilustradores a quienes había conocido antes de ir a Bogotá.

La Fundación Taller de Letras “Jordi Sierra i Fabra” debe su nombre a su fundador y patrocinador principal, el escritor catalán de ese nombre, quien es el escritor vivo con más libros publicados en el mundo. Archifecundísimo escritor compulsivo, Jordi ha publicado algunas páginas desechables, pero también buenos libros. La fortuna que ha ganado ha sabido compartirla, creando diversos proyectos de promoción de la LIJ.
Fue a mi regreso de Bogotá que visité el local de la Fundación,  situado en un edificio de oficinas en el centro, y cuando salí de la ciudad; primero para visitar un colegio y luego para hacer turismo.

Los tres colegios con que trabajé eran muy diferentes, aunque tenían en común estar encaramados en las montañas (Medellín ha crecido mucho en los últimas décadas y el único espacio disponible está en las laderas o fuera del valle). Mi segundo colegio fue el de Santa Elena, un “barrio rural” al que llegué tras recorrer un lindo tramo de montaña. Era un colegio secundario cuyo alumnado es de clase más bien acomodada. Campo al fin, un círculo de interés literario atrae menos que los que se centran en moda o deporte. Al “Juego Literario” conmigo solo asistió una docena de chicas y chicos, pero fue un encuentro de mucha calidad y se notaba la calidad del trabajo de Leonardo Manrique (el animador que ya me había acompañado al colegio anterior).


En el colegio Jesús Rey, con los chicos y Angélika Zuluaga, de la fundación Taller de Letras

El tercer colegio estaba en un barrio popular de Medellín y para subir el taxi emprendió una cuesta tan empinada que tuve la impresión de que acabaríamos cayendo “de espaldas”. Desde allí la vista de la ciudad es impresionante e inmejorable. Era una escuela primaria, con chicos que a menudo tienen problemas sociales; pero me recibieron con un cariño incomparable. A la pregunta de cuándo empecé a escribir respondí con mi primer héroe (más dibujado que escrito: Super Pecho) y luego tuve que dibujarle uno a cada niño.  




En el colegio de Santa Elena me desearon "Bienvenue Sir Joel" (una curiosa mezcla de lenguas).
Ante la insistencia de los chicos y de su profesora, debí hacer una breve visita a un segundo grupo (eran como 30 niños) que no pudo recibirme por la mañana, pues la persona que debía recogerme no me localizó a tiempo esa mañana (fue una especie de mala comedia silente: ella llamaba a mi habitación mientras yo estaba en el restaurante, y luego, mientras yo trataba de llamar a la Fundación desde los teléfonos públicos situados frente, ella volvía a preguntar por mí recepción…). 


Desde la terraza el colegio “Jesús Rey”, se aprecia una de las vistas más completas e impresionantes de Medellín.

Antes de marcharme, fui invitado a compartir la merienda de los chicos. Lo que más me gustó fue una simple guayaba (pese a la gran variedad de frutas que hay en Colombia, en el hotel nos servían todos los días lo mismo: papaya (excelente), piña, melón (insípido), sandía, manzana…). También me regalaron un trozo de “panela” (en Cuba se llama raspadura) que es jugo de caña cocido hasta volverse sólido; o sea, 99% azúcar. Los colombianos son tan adictos al dulce como los cubanos... pero yo he perdido esa pasión criolla por la sacarosa. De momento, el trozo de “panela”, encerrado en un frasco de vidrio, adorna mi cocina parisina.  De vez en cuando abro el frasco y aspiro ese olor de infancia.

El sábado por la mañana hice los talleres previstos en el marco del Encuentro de Abuelos Cuentacuentos. El director de la Fundación, que está en todas partes y lo ve todo, insistió en que éstos fueran muy prácticos pues, como tuve la ocasión de comprobar, los abuelos cuentacuentos no son intelectuales sino gente “de terreno”. En el local de la fundación hay una buena colección de álbumes ilustrados. Fotocopié los que me parecieron explotables y encargué la compra de los materiales necesarios. El taller se desarrolló bien, sobre todo la segunda y tercera vez, pues disponíamos del tiempo y la experiencia necesarias. Los talleristas armaron con las fotocopias un material que podrían utilizar para narraciones posteriores y les enseñé una forma simple y barata de improvisar un atril de cartulina con el cual leer cuentos en público sin tener torcer la cabeza hacia el libro que se sostiene con una mano mientras la otra pasa las páginas; todo de forma que la ilustración quede frente al auditorio (es lo que hacían los “abuelos cuentacuentos” en su carpa, vecina de la de la Fundación Taller de Letras en el Jardín Botánico).

 Al fin, un poco de turismo

Como yo deseaba visitar algún sitio pintoresco, después de mis talleres del sábado, uno de los animadores de la Fundación, el mismo Mauricio que me respaldara tan eficientemente en los talleres con los abuelos, se ofreció a acompañarme al Parque Arví, una reserva biológica en las alturas que rodean a Medellín, a la cual se sube en un teleférico, prolongación del “metro-cable” que une la estación “Caribe” del metro con una de las múltiples y extensas favelas encaramadas en las laderas del valle de Aburrá. En la cabina íbamos Mauricio, yo y un desconocido que, al comprender por la conversación que yo era extranjero, nos invitó amablemente a visitar su cabaña, que estaba como a 10 minutos de marcha desde la última parada del teleférico, ya en pleno parque. Resultó ser un gran amante de la música cubana (aunque los nombres que él mencionó, nada me decían).

Al día siguiente emprendí mi segunda jornada turística, la única completa y la única en que emprendí solo. Como la gente de la Fundación no quería perderme el contacto, me prestaron uno de sus teléfonos celulares. Siguiendo sus indicaciones y con mi Guía de Colombia en la mochila, volví a coger el metro; siempre en la estación “Industriales”, cercana a mi hotel, pero esta vez rumbo a la Terminal de ómnibus del norte, donde subí al ómnibus que me llevó rumbo a Guarapé. Tras un par de horas a través de un paisaje de suaves colinas que casi podía ser europeo, bajé en el entronque de La Piedra, que es la atracción turística más importante de la zona.
Caballos y motocicletas ofrecen llevarte al pie de la roca, pero yo sabía que solo un kilómetro me separaba de la mole de granito, que me recordaba la Gran Piedra de Santiago de Cuba, pero es más afilada y más llamativa por hallarse bastante aislada, y rodeada de agua. Subí bastante lentamente los 649 escalones (unos 200 metros de altura) no solo por proteger mis rodillas, sino porque ya en Medellín, a 1500 metros, el oxígeno me faltaba a veces.


La vista es impresionante: sobre un amplio valle inundado, en que se alternan las aguas color turquesa del embalse y las isletas en que se han convertido las cumbres de las colinas sumergidas. Estas últimas están cubiertas de verde vegetación que contrasta con tierra rojiza que el sube y baja del agua desnuda en sus orillas,  y con el blanco de las casas de veraneo, hoteles y yates.  Permanecí cerca de media hora en la cumbre de La Piedra, cuya altura prolonga un feísimo mirador de ladrillo, de tres pisos y una terraza.

Tanto el mirador como parte de la cumbre de la roca están ocupados por tiendas de suvenires, bares y restaurantes. Dos defectos tiene el lugar: la ensordecedora música (vallenato, salsa y otras de tipo popular) que no para un minuto, y la basura que se ve en la parte de la roca que queda más allá de las barandas de protección y en la garganta donde se ha construido la escalera de acceso.
Al pie de La Piedra hay una amplia explanada que sirve de parqueo y alberga más tiendas de recuerdos (el mismo tipo de cosas de mal gusto que encuentras en cualquier lugar del planeta, además de algunas de inspiración colombiana… no necesariamente menos feas) y restaurantes. Aunque adivinaba que éstos serían más caros que buenos, almorcé en uno de los restaurantes (una trucha calcinada) pues quería darle descanso a mis piernas antes de emprender el camino hasta Guatapé.

La comida en Colombia no es muy refinada, pero los platos suelen ser tan copiosos que es común que los comensales pidan les envuelvan lo que no se comen y se lo llevan a casa. Los ingredientes no difieren demasiado de los que se pueden encontrar en Cuba, pero allí se consiguen todo el año y en abundancia. Por otra parte, Colombia es un país muy grande y las montañas le ofrecen una variedad de climas que permite disponer además de productos que no tienen nada de tropicales, sin olvidar olvidar frutas, vegetales, condimentos y hasta animales comestibles que no existen en las islas del Caribe. Se suele comer con jugos de frutas: desde las tropicales guayaba, mango o guanábana, a fresas, moras y otras de clima templado; y una que otra exótica como el sabroso y refrescante lulo. También se hacen mezclas que en Cuba nadie intentaría (piña con yerba buena, por ejemplo).  El plato regional de Antioquia es la “bandeja paisa”: una verdadera bomba calórica, pues incluye arroz, frijoles colorados, tostones, ensalada, carne, etc. 

Esto no es una bandeja paisa, sino tilapia a la plancha con una simple ensalada y el delicioso “arroz con coco”, quien podrían mis comatriotas imitar, pues en Cuba se dispone de los ingredientes necesarios.

En fin de cuentas, no fui hasta Guatapé andando. Cogí una moto que, por un precio módico, me permitió disponer de tiempo para dar un paseo en barco antes de que oscureciera y de la hora de mi regreso (siguiendo recomendaciones, reservé la vuelta para las 5 y media). Tuve que conformarme con un barco lento, con música ensordecedora y permanente (y eso que subí a la terraza, donde molestaba menos) pues el colombiano medio –como otros muchos latinoamericanos– no concibe paseo sin ruido. El silencio, el chapoteo del agua, el canto de algún raro pájaro… deben considerarlos sinónimo de aburrimiento. Me quedé sin pilas y no pude tomar muchas fotos de ese paseo ni de Guatapé, pueblito colonial que se caracteriza por los altorrelieves (el término es un poco exagerado) que ornan, a modos de cenefas multicolores, la parte baja de todas las fachadas. Me dije que la próxima vez que viaje a Medellín valdría la pena tomarse un par de días de descanso, pero no en el pueblo mismo, sino en uno de los hoteles que abundan en el embalse.

Visita al museo de Antioquia y el centro

El lunes me levanté temprano, pues quería conocer el centro de Medellín y visitar el museo de Antioquia antes de mediodía (la fatal hora de entregar la habitación) y de las 4pm., cuando vendría un taxi a recogerme para llevarme al relativamente distante aeropuerto.

Cogí por tercera vez el metro y me bajé en la estación Parque Berrío, enorme y fea estructura de hormigón que afea el original Palacio de la Cultura, de estilo art-déco y de la Plazoleta de las Esculturas, adornada por una docena de esculturas de Botero que preceden el Museo de Antioquia, cuya colección está compuesta básicamente por obras del más universal de los artistas medellinenses.

 De Botero me gustan más los cuadros que las esculturas, pues estas no trasmiten su sentido del humor, su ironía y sus guiños a otras formas de arte y la historia y costumbres colombianas.

Además de una amplia muestra de trabajos de Botero, el Museo de Antioquia presenta algunos cuadros modernos (entre ellos un cuadro de mi compatriota Wilfredo Lam) e instalaciones de arte contemporáneo, y una pequeña pero interesante selección de arte aborigen que incluye un fragmento de máscara de más de 4500 años de antigüedad y es la representación humana más antigua de Colombia.

A la hora prevista apareció Leonardo Manrique (alias Tintín, por su cara redonda y el mechón de cabellos que se levanta sobre su frente, quien ya me había acompañado a dos colegios y a quien correspondió despedirme.

El vuelo de regreso fue largo, pues debí cambiar de aviones en Bogotá y en Barcelona. En el primer caso dispuse del tiempo necesario gracias a que al llegar al aeropuerto de Medellín estaba adelantado y en el mostrador de Avianca me propusieron salir en un vuelo anterior al reservado. Pero apenas aterrizar en Barcelona me percaté de que a esa hora ya estaba prácticamente cerrado el acceso a avión en que yo debía continuar hasta el aeropuerto de Orly, al sur de París, de donde saliera 13 días antes.

No fui el único en ese caso y, tras algunas sencillas gestiones, me asignaron lugar en el siguiente avión de Air France, que presentaba para mí la ventaja de dejarme en el otro aeropuerto de París, el Charles de Gaulle, situado al norte y por tanto más cerca de mi casa. En Roissy-4 tomé el tren suburbano que me dejó en la Estación de ferrocarriles del norte de París y solo ahí cogí un taxi para ahorrarme las numerosas escaleras y los dos cambios de línea que tendría que hacer en metro, con una pesada maleta y dos mochilas (es asombroso lo poco mecanizados que están los accesos al viejo metropolitano parisino, incluso en las estaciones que comparte con ferrocarriles nacionales o que lo conectan a las redes internacionales de transportes).

 Roissy es el más moderno de los aeropuertos parisinos.








1 comentario:

Elena Dreser dijo...

Felicidades, querido Joel. Tus crónicas son tan vívidas, tan reales que leerlas es acompañarte en el viaje. Me identifico con casi todo, como en eso de:

"(siempre que me desplazo, pongo en antecedentes a mis editores… y raramente sirve de algo)."
Un abrazo enorme. Elena

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