29/6/11

mis raíces africanas (afrocubanas) en LA LEYENDA DE TAITA OSONGO

La Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas proclamó 2011 como Año Internacional de los Afrodescendientes. La resolución 64/169 de la ONU pretende así poner en marcha medidas en favor de los derechos económicos, culturales, sociales, civiles y políticos de las personas de ascendencia africana, y promover el desarrollo de acciones que coadyuven al mejor conocimiento, respeto de la herencia y cultura de los afrodescendientes, contribuyendo a la eliminación del racismo y la discriminación.
Precisamente en febrero de este año se ha publicado en Cuba la cuarta versión de esta novela juvenil. Antes aparecieron la traducción francesa (Ibis Rouge, 2004), la versión mexicana (Fondo de Cultura Económica, 2006) y la traducción brasileña (Ediçoes SM, 2007). Lo cierto es que el interés por el que quizás sea mi mejor libro, ha crecido este año. (Editorial Capiro. Santa Clara); primera que lleva mis propios dibujos.



La investigadora mexicana Mariana Reyes Payán me hizo recientemente, entre otras, las siguientes preguntas:


La leyenda de Taita Osongo es una novela corta, pero muy cargada de acción,¿usted considera que puede estar dirigida tanto a niños como a jóvenes, o tenía ya,al momento de escribirla en la mente un público más específico?

Quienes nos dedicamos por entero a la literatura infantil raramente nos preguntamos a qué público se destina una u otra obra. Como escritores profesionales, hemos construido nuestro estilo con una determinada forma de contar que “nos sale” automáticamente. La separación entre forma y contenido es solo una etapa de la interpretación literaria y no de su génesis. Determinada trama exige determinado desarrollo argumental, determinado lenguaje, determinada complejidad psicológica en los personajes y determinados conocimientos históricos, geográficos o filosóficos por parte de un lector... que el autor incorpora de la misma manera que un buen actor incorpora el personaje que representa. De alguna manera el autor es poseído por la obra y ésta le dicta el discurso apropiado. Cuando uno termina puede darse cuenta de que hay alguna palabra o situación que su lector supuesto no podrá captar-disfrutar, pero el procedimiento es similar al del poeta que corrige las palabras que no están en su sitio o a la altura necesaria dentro de un poema.
Generalmente escribo textos “estereofónicos”, que los adultos sintonizan en una frecuencia, los adolescentes en otra y los niños en la suya. A veces la “banda” adulta es más ancha, a veces es más ancha la infantil, y excepcionalmente no hay mucho espacio para uno o para otro de mis “radioescuchas”. Un librito como La Nube es definitivamente para niños de 4-5 años, mientras la novela Mi tesoro te espera en Cuba complacerá a lectores de 11-12, abrumando a los de 8 y aburriendo a los de 15 (con la flexibilidad que demanda el hecho de que edad cronológica y edad intelectual varían de un individuo a otro). Entre tanto, un cuento como Pájaros en la cabeza puede ser leído y difrutado entre 6 y 16 años, cada cual a su aire.
Por su parte, La leyenda de Taita Osongo no aprovechará a un niño que aún no tenga 10 años. Eso lo supe desde el principio, aunque el episodio de la persecución de Alma y Leonel por los cazadores de esclavos tiene la estructura y el atractivo de un cuento maravilloso que sí apreciaría niños de 7 años (al extremo que he escrito un cuento centrado en los personajes y tonalidad de ese episodio, que cuando se publique será un álbum para la edad en que el gusto por la fantasía se confunde con en interés por las parábolas y lo épico).
Desde la primera línea de La leyenda... yo sabía que iba a escribir una historia de amor desdichado, situada en tiempos de las plantaciones esclavistas en el Caribe (siglos XVIII-XIX), y con una intensidad dramática y una prosa que la hacían particularmente adaptada para lectores, digamos, de entre 11 y 15 años. Pero escribí la historia que quería escribir, respondiendo a la necesidad de liberar una tensión emocional específica y el deseo de llevar a sus últimas consecuencias el lenguaje poético explorado en mi libro precedente (hoy publicado con el título La lechuza me contó).

El peso del pasado es de gran importancia en su obra, ¿De qué manera esa visión
busca proyectar un futuro distinto para la sociedad?


La leyenda de Taita Osongo
es mi única obra situada en el pasado histórico. El resto de mis libros transcurren en nuestra época (en un país concreto, como Exploradores en el lago, o cualquiera, como El pájaro libro y Don Agapito el apenado) o en espacio-tiempos convencionales (en Pájaros en la cabeza y Aventuras de Rosa de los Vientos y Juan Perico de los Palotes puede haber reyes y castillos, pero incluso un chico de 8 años se da cuenta de que lo que cuento refleja problemas de nuestro tiempo). La leyenda... es también es uno de mis raros libros situados en un espacio geográfico bien determinado. La novela de aventura contemporánea Mi tesoro te espera en Cuba y la novela mágico-realista La tremenda bruja de La Habana Vieja declaran desde el título su ubicación, mientras que en la obra que nos ocupa la referencia a La Habana, al África y la propia circunstancia de la esclavitud remiten al lector a un espacio que abarca toda la zona tropical-subtropical de las Américas donde hubo plantaciones: de la Louisiana a Yucatán, de Cuba a Trinidad-Tobago, de Venezuela a Brasil, e incluso más al sur.
Sin embargo, como dice el protagonista en su parlamento final, el conflicto solo se resolverá en el futuro: el amor de Alma y Leonel será imposible mientras la explotación de unos humanos por otros pretenda ser justificada por las diferencias étnicas, religiosas o sociales; pero un día esa artificiales barreras serán abolidas. Muchos de mis lectores de principios del siglo XXI pueden considerar que ya ha llegado ese porvenir de plenitud, pero otros saben que todavía hay muchos barrotes encerrando vidas y sueños.
Sí, mi novela tiene un mensaje también para el futuro. Aunque inserta en un marco histórico y geográfico particular y en torno a las temáticas del racismo y la esclavitud, su lectura no está reservada a los jóvenes de países que tuvieron mano de obra esclava africana. Es un relato universal que puede rebotar en cualquier circunstancia de injusticia que impida convivir a jóvenes de diferente clase social, nacionalidad, cultura, religión, etc.

¿Cómo y cuándo llegó a usted el tema de La leyenda de Taita Osongo?


No puedo recordar las circunstancias exactas pues de eso hace mucho tiempo; mucho más del que sugiere el copyright del libro (primera edición, francesa en 2004 y primera edición en castellano en 2006). Fue en 1984: desde hacía tres años yo vivía en Santiago de Cuba, la pretendida capital del Caribe e indiscutible capital de los cubanos de origen africano. La vitalidad de la cultura afrocubana me estaba penetrando cuando recibí la convocatoria del Premio Heredia. Lo auspiciaba la Unión de Escritores en la provincia y si bien se dirigía a escritores de todo el país, los escasos autores que entonces nos dedicábamos a la literatura infanto-juvenil en la región oriental éramos particularmente esperados. Ninguno de los manuscritos que yo tenía entonces se adaptaba a la convocatoria, pero no siendo autor que salte sobre la ocasión, deduzco que ya entonces me rondaba la idea de lo que inicialmente titulé “La leyenda del algarrobo y la orquídea”. La imagen de un algarrobo con una orquídea en el tronco inmenso y negro, me rondaba desde hacía algún tiempo, pues frente a mi casa santiaguera crecía una veintena de esos árboles formidables y en mi lejano hogar paterno siempre hubo una blanquísima orquídea prendida a un madero oscuro. O sea que la trama se me presentó por la imagen final, pero mis primeras líneas hablaban del viaje de un barco negrero al África, la captura de su rey-brujo y la vida de éste, entre cadenas, primero, y como cimarrón después, para concluir con el amor imposible entre la hija del amo y el niego del antiguo esclavo.
El centro dramático tenía inevitablemente que ser ese impedido amor. Yo estaba viviendo una situación de ese tipo, aunque nada tenía que ver la diferencia de color, y la rapidez inhabitual con que escribí revela que el relato me sirvió de catársis.

¿Cómo entra la realidad histórica para conformar la visión mítica de la cultura del
libro?

El romanticismo de mis sentimientos se refleja en el estilo, pero no me nubló la razón: yo quería escribir sobre el racismo (demasiado visibles eran, en la ciudad donde vivía, las consecuencias positivas y negativas de la violenta unión entre blancos y negros, iniciada más de cuatro siglos atrás... y todavía inconclusa). El momento histórico idóneo era la época esclavista que abarcó prácticamente toda la existencia colonial de Cuba, entre principios del siglo XVI y 1886, año de la supresión definitiva de la esclavitud (doce años antes de que España perdiera la guerra de independencia). Me documenté en textos históricos y antropológicos para aquella primera versión que ganó el Premio Heredia y debió publicarse, pero que yo no llegué a entregar a la editorial Oriente, pues consideraba que mi texto tenía un grave defecto en su primera parte; concretamente en la composición del personaje del traficante de esclavos, demasiado plano y maniqueo como equipararlo a Taita Osongo. Demoré 18 años en encontrar la solución narrativa de ese problema, y no lo lamento, pues esa larga maduración me permitió ahondar en la historia de las colonias de plantación esclavistas españolas y francesas, y en el esclavismo brasileño, llegando así a recrear una realidad transnacional y transtemporal.

¿Por qué constituir esta novela a manera propiamente de “leyenda”?

Alma y Leonel no son Romeo y Julieta, como Severo Blanco y Taita Osongo no son variantes de las familias Montesco y Capuleto. En el gran drama shakespereano, ambas familias tienen la misma culpa, practican el mismo odio secular y estúpido. No es el caso de Severo Blanco y Taita Osongo. La culpa de Severo Blanco y de todos los negreros y esclavistas es imperdonable e incomparable con cualquier error que pudiera reprocharse a la mayoría de los pueblos africanos que fueron sus víctimas por el simple hecho de que los colonialistas occidentales eran el resultado de una larga historia de civilización y cultura que, incluso después del Siglo de las Luces y de revoluciones como la Inglesa y la Francesa, e incluso tras las independencias norteamericana y brasileña siguieron explotando con salvaje egoísmo la sangre y no solo el sudor de otros seres humanos. El crimen de Montescos y Capuletos es un crimen estúpido. El de Severo Blanco y todas las elites europeas y americanas que él representa es un crimen de lesa humanidad. Por eso el amor entre Alma y Leonel no tenía ninguna esperanza. Pero al mismo tiempo, al dirigirme a jóvenes de nuestra época, no quise apabullarlos con el peso de esta Culpa que no es la suya. De ahí que buscara una “puerta de salida”, y la única posible era una redención mágica. Utilicé el viejo recurso de la metamorfosis y quien dice metamorfosis dice leyenda.
Aprovecho para corregir la errónea suposición de que mi trama se apoya en algún mito o leyenda cubano. Sobre todo en Francia, donde estrené esta obra, pero también en España y otros países europeos hay cierta tendencia a creer que la literatura infantil latinoamericana se nutre básicamente de su rica tradición oral. Al margen de que Cuba es quizás el país de América Latina con menos literatura popular (hasta ahora nadie ha explicado la razón y no este lugar para hacerlo), lo cierto es que los escritores latinoamericanos contemporáneos explotamos nuestra imaginación tanto como lo hacen nuestros colegas europeos. La leyenda de Taita Osongo es una “leyenda” completamente inventada: no hay en mi novela la más mínima referencia a relato popular alguno.


¿Qué tanta importancia tienen las narraciones de piratas dentro de la obra?


Este es un aspecto que solo me lo reveló la Guía del profesor elaborada por un especialista brasileño para la edición en portugués (A lenda de Taita Osongo. Brasil, 2007), donde se insiste en la significación de la gran epopeya marina de los siglos XVI al XIX en el famoso comercio trinangular (esclavos de Africa, manufacturas de Europa y materias primas de América), que engendró piratería, mestizaje, guerras coloniales...
Adolescente, leí muchos libros de piratas (Salgari, Stevenson, Jack London, Sabatini, Verne...) y ese substrato de haber quedado en mi subconsciente hasta el momento de narrar el viaje de La Habana a Sóngoro Cosongo. El negrero como pirata especializado en el tráfico de seres humanos fue un concepto que se me impuso naturalmente. Por otra parte, la idea de que los elementos (el Océano y demás fuerzas de la naturaleza) se opongan al tráfico de esclavos fue inicialmente un mero recurso mágico, necesario en la primera parte para equilibrar la fuerte presencia mágica en la tercera parte y el desenlace; pero retrospectivamente lo considero como un importante mensaje ético en el sentido de que la expoliación brutal entre miembros de la misma especi humana es una perversión social contraria a las leyes de la naturaleza.


¿Cuál es su relación biográfica con sus libros, en especial con La leyenda de Taita
Osongo
?


Nunca he escrito un texto de ficción autobiográfico. Tal es mi bloqueo en ese sentido que ni siquiera la narración en primera persona me resulta fácil (y sé perfectamente que un narrador en primera persona es una creación literaria como otra cualquiera: se puede escribir en “yo” sin hablar de uno mismo). En mis cuentos y novelas, en unos más que otros, me puedo haber apoyado en experiencias personales, en el conocimiento directo de paisajes, personas, situaciones, y he podido incluso explotar alguna anécdota personal atribuyéndosela a un personaje enteramente ficticio en una situación enteramente ficticia. Por ejemplo, en mi cuento Javi y los leones hablo de un niño tímido que tiene como amigo imaginario a uno de los dos leones de piedra del parque que atraviesa para ir cada día al colegio. El tiene tratos con el león sonriente, pero le teme al león feroz. Mucho tiempo después de haber escrito ese cuento, llegué a la conclusión de que mi madre era el león sonriente y mi padre, con quien tuve siempre una comunicación difícil, era el león feroz (era un hombre de gentileza y generosidad a toda prueba, pero incapaz de mostrarse afectuoso por lo menos con sus hijos varones). Solo cuando Javi tiene que afrontar un enemigo poderoso (un chico que le hace chantaje en el colegio) se anima a pedir ayuda al león feroz... quien se la ofrece inmediatamente. Cuando yo tenía 9 ó 10 años me regalaron (¿mi madre o mi padre?) un cuento sobre un niño tímido que era entrenado por un leoncito de peluche rojo hasta adquirir la fuerza física que lo ayudaba a superar sus miedos. Perdí ese libro más de 20 años antes de imaginar Javi y los leones, que veo también como un homenaje a mis lecturas de infancia.
En cuanto a La leyenda de Taita Osongo, ya dije que yo estaba viviendo una frustración amorosa en el momento de escribir la versión original. Un poder externo (social e incluso estatal) nos separaba cruelmente, y eso está transformado en el drama de Alma y Leonel. Pero también su historia está inspirada de un drama de familia: mi abuela amó a un hombre que le dio dos hijos que nunca reconoció (por eso llevo el apellido de mi abuela y no el de mi abuelo paterno). Uno de esos muchachos murió prematuramente y el otro sufrió mucho, tanto quizás como su madre. Mi abuelo era blanco, de clase media, y mi abuela era mestiza de negro y aborigen, más pobre. Aunque yo no pensaba en ello cuando escribí “La leyenda del algarrobo y la orquídea” y quizás aún no lo tenía claro cuando acabé la versión “La leyenda de Taita Osongo”, hoy estoy completamente convencido de haber contado no solo la historia del pueblo cubano, sino la de mi familia paterna.
Por otra parte, personalmente nunca debí afrontar prejuicios racistas en relación con mi vida amorosa (y la mayoría de mis amores han tenido la piel blanca). Eso sí le ocurrió a mi hermano. Recuerdo la carta y el poema que me envió a Santiago de Cuba, a raíz de la ruptura con su novia. La familia de la muchacha, campesinos blancos, sin duda más conservadores que el cubano medio, le rechazó por el mero color de su piel (mi hermano ya era entonces un apreciado profesor universitario, así que no se trataba de prejuicio social). No me consta, pero es posible que esto haya tenido alguna influencia en la La leyenda de Taita Osongo.

Se ha mencionado que para realizar este libro usted se alimentó en fuentes literarias cubanas, de Europa Occidental y hasta de Rusia. ¿Es esto cierto? ¿Cuáles fueron estas fuentes?


Hubo en la Cuba del siglo XIX una importante literatura de denuncia de la trata y la esclavitud que estudié en la universidad, pero no releí ni creo haber pensado en esos libros cuando escribí La leyenda... Fuentes literarias cubanas explícitas son, en cambio, dos libros del siglo XX: el poemario de Nicolás Guillén Sóngoro cosongo (1931), uno o dos de los cuentos para niños incluidos por Onelio Jorge Cardoso en Caballito blanco (1974). Algún compatriota creyó ver la excesiva influencia de Pedro Blanco, el negrero (1933), de Lino Novás Calvo, pero debo confesar no haber leído hasta hoy esa obra, sin embargo, imprescindible. Las dos referencias que acabo de mencionar, no datan, empero, de la versión inicial, cuando el protagonista se llamaba Taita Yayo. Fue muchos años después, buscando un nombre más sonoro y significativo, que se me ocurrió llamar Sóngoro Consongo al país y Osongo a uno de sus reyes-brujos. De esa manera quise indicar que el África de mi libro es el África mítica, tal como se la inventaron los poetas afronegristas cubanos (y no solo ellos) y establecer una relación con el procedimiento de Guillén, que entre 1930 y 1931 exploró la expresión y vida de los negros habaneros como García Lorca había explorado la cultura gitana para su Romancero. La otra referencia, en forma de intertextualidad directa; en la página 56 de mi novela cito textualmente una frase y situación del cuento “La serpenta” que integra el clásico de la literatura infantil cubana Caballito blanco, una manera de anclar mi texto, de manera muy sutil, dentro de la tradición a la que pertenezco y en la línea ética de un autor que admiro y respeto y con el que tuve el honor de relacionarme.
Menos esperables son las fuentes europeas. La leyenda de Taita Osongo, como la mayoría de mis libros, pertenecen a una tradición occidental. Escribo cuentos y novelas que tipológicamente no se diferencian mucho de lo que cualquier autor español o francés podría destinar a niños y adolescentes. En particular, mi novela recupera algunos recursos cuyas raíces pueden encontrarse en las mitologias europeas y los cuentos estudiados y caracterizados por Vladimir Propp en su Morfología del cuento. Pero antes de leer al famoso folclorista ruso, bebí en la misma fuente que él; en una de las recopilaciones de Alexander Afanásiev leí un cuento que termina con la fuga de dos enamorados que persigue el terrible padre de la moza. Varias barreras mágicas son levantadas y derribadas sucesivamente por la una y el otro, y eso me dio la idea del capítulo 18, uno de los primeros episodios que escribí, y que generó la aparición de los cuatro servidores de Taita Osongo: el murciélago, la lechuza, la serpiente (todos protagonistas de sendos cuentos de Onelio Jorge Cardoso), y el güije (el más importante personaje del folclor cubano que, sin embargo, empieza apenas a disponer de una bibliografía de ficción).


Daimaralys Jovas Gallart, estudiantes secundaria de Cifuentes, en el centro de Cuba, ha sido premiada por este trabajo en un encuentro de Casas de Cultura.

El mundo de negros y blancos está concebido con destreza en esta historia que cuenta Joel Franz Rosell en “La leyenda de Taita Osongo” (Editorial Capiro 2010), regalo que hace a los hijos del África y el Caribe.

J. Franz Rosell se desempeña como escritor, investigador e ilustrador de sus propios libros para niños y jóvenes, es natural de Cienfuegos (1954) y ha vivido en diferentes países, lo que le ha permitido entrar en contacto con culturas que han enriquecido su obra. Tiene publicado una veintena de títulos dispersos por todo el mundo y ha obtenido premios importantes con su narrativa.

“La leyenda de Taita Osongo” fue una de las propuestas a los lectores de la reciente Feria del Libro que recorre cada rincón del país. Así fue como llegó a mis manos este libro el cual desde que comencé la lectura de sus primeras páginas me apresó con su magia porque descubrí un nuevo personaje nombrado Severo Blanco, contramaestre de un navío español anclado en un puerto de la Habana, descrito como “hombre de recio carácter quien hacía gala de su nombre porque nunca reía y tenía la piel blanca a pesar de haber pasado toda la vida bajo el sol y el viento del mar”. “De mirada dura y fría, gris como el acero de un cuchillo bien afilado y el pelo casi blanco aunque no era viejo, ni joven pues nunca lo había sido”.

A partir de esta descripción tan precisa que hace el narrador del protagonista, fuera de estereotipo comenzamos a descubrir una historia “nacida a golpe de viento” en la Bahía del castillo de la Punta en la ensenada de Guanabacoa donde aparecerán otros personajes que nos guiaran hacia otras historias con diálogos naturales y significativos revelando el carácter de cada uno de ellos, y despertando el interés del lector. Un ejemplo de esto es el diálogo sostenido entre Severo y el capitán de un barco negrero en el cual se observan intereses comunes cuando dice:

- La cuestión no está en llegar sino en volver –respondió el capitán.-Hace años que tengo todos los detalles en mi carta de navegación…Pero la riqueza de Cosongo cuesta más de lo que la mayoría está dispuesta a perder: la salud, la razón o la vida, p. 24.

A lo que responde Severo Blanco

- Tú sabes como llegar y yo soy el contramaestre en quien necesitas confiar para llevar tu barco hasta allá. (idem).

Detrás de este relato, también sentimos al investigador cuando muestra la época vivida por nuestros antepasados, la historia de la trata de negros africanos en el Puerto de la Habana a comienzos del siglo XIX, convertido en uno de lo más activos del nuevo mundo, de negros que fueron arrancados de su tierra como animales salvajes donde llevaban una vida apacible y dedicada en “África, tierra excepcional de hombres que sabían amar, gozar el trabajo y honrar a la naturaleza, buenos, fuertes y sabios” donde nos muestra a los tres reyes brujos: Songo, Oroco, Osongo conocedores del lenguaje de los animales que tenían tratos singulares con las plantas de tal manera que unos y otros obedecían de buen agrado sus deseos y que constituyen una forma excepcional de mostrarnos a Sóngoro Cosongo.

Por tanto realidad y fantasía se mezclan en difícil intento por delimitarlas producto del ingenio conque el narrador omnisciente recrea los capítulos y aprovecha la frases sentenciosas, impidiendo apartarnos del hilo conductor “años atrás en un puerto de Europa Severo se había dejado convencer por una gitana que le prometió revelarle su futuro” “-Llegarás tan lejos como quieras y serás tan rico como deseas. Nada podrá detenerte, ni siquiera tu propia desgracia ¡Ten miedo de tí mismo, marinero! P. 25.

Es así como cada personaje juega un papel fundamental que como una señal o pura coincidencia apunta al siglo que evoca.

Historia de amor entre niños de razas diferentes nos resulta inquietante y dolorosa por la continua persecución a que están sometidos despertando en nosotros los lectores sensaciones y emociones diferentes. Por ello, desde mi calidoscopio les regalo una hermosa vista, la que nos devuelve a nuestros ancestros a través de un algarrobo y una diáfana orquídea.













13/6/11

"mi identidad por un plato de raíces" en Peonza n° 96




¿MI IDENTIDAD A CAMBIO DE UN PLATO DE RAICES?


                                       ¿De qué le sirven sus raíces a un árbol que desconoce sus hojas, flores y frutos?   
                                        



Lo que debes trasmitirle es el acento cubano, la grandeza de la expresión de Martí. La Antología de la poesía cubana te puede ser muy útil en este sentido, pues he procurado subrayar la nota cubana de sus poemas, siempre dándoles a comprender (a los lectores) que esa cubanía no es cosa externa, los cocoteros, las bandurrias y el bailongo, sino tratar de sorprender ese inefable cubano, un airecillo, una ternura, un estar y no estar. En fin, lo que cada cubano sencillo, cuando llega a su madurez, percibe como notas distintas, únicas, significantes de su circunstancia.
José Lezama Lima


Hijo de Eurípides caza ratones... de biblioteca

Mi padre se llamaba Eurípides.
¿Cómo podría resistir la tentación literaria alguien que convivió desde el nacimiento con semejante patronímico? La responsable es mi abuela, que tropezó durante su embarazo con una obra del famoso trágico (nunca me aclaró si la había leído en versión integral o en prosaica adaptación). Brillante profesor de matemáticas, el único gran fracaso pedagógico de mi padre consistió en no lograr inculcarme la más elemental certeza euclidiana.

Por un azar (“concurrente”, añadiría socarrón el poeta cubano José Lezama Lima) también mi madre tuvo un nombre griego. Y si bien ninguna Águeda brilla en la historia de las Bellas Letras, la que me trajo al mundo era profesora de Castellano y Literatura... aunque perteneciente a esa extraña, pero no rara, especie de profesoras de literatura que leen poco.
O sea que no me corresponde realmente aquello de “hijo de gato caza ratones”... A menos que sea como excepción que confirma el refrán.

El caso es que yo no soy hijo de Changó (el dios afrocubano del fuego, la guerra justa y la virilidad) ni "hijo de Siboney" (cultura aborigen a la que rinde homenaje un viejo son), aunque mi fisonomía revele sangre africana, aborigen... y de los españoles que se mezclaron con los dos grupos anteriores para engendrar el pueblo cubano.

No es necesario explicar lo que España dejó en Cuba: la lengua, las instituciones, mucha gastronomía, música, literatura y tradiciones. Algo que nos une a la península y al resto de Hispanoamérica, y que no precisa desglose aquí, por obvio.

En cambio, las culturas aborígenes se extinguieron tan rápidamente que de su escaso desarrollo cultural poco nos quedó. Más complejo es el caso de la cultura afrocubana, que posee una rica literatura oral. Los patakines -singular combinación de fábula, mito y cuento picaresco de raíz yoruba- forman sin dudas un corpus narrativo lleno de sabiduría y fascinante fantasía; pero tanto los protagonizados por animales simbólicos como los que ponen en escena a los orichas (héros-dioses africanos perfectamente adaptados a la realidad y el imaginario cubano) han visto, incluso hoy, su difusión limitada por sus funciones y tabúes religiosos.

Lo cierto es que, antes que hijo de Cuba, soy hijo de Eurípides Rosell y Águeda Gómez y de las lecturas y otras formas culturales que ellos dejaron entrar en mi casa. Ambos eran mestizos de extracción popular, pero no me pusieron en el biberón esa salsa afrocubana que todo el mundo identifica con la “Perla del Caribe”. Los pocos cuentos de tradición oral que oí en mi entorno familiar procedían de la picaresca criolla o de remotas fuentes literarias, no de la mitología afrocubana. Mis padres no frecuentaban los bailables (prefiriendo, de última, el sosegado danzón al son telúrico), tampoco bebían ron ni fumaban puros ni paladeaban el quimbombó ni se apasionaban con el béisbol ni jugaban bien al dominó. Yo los calificaría de cubanos inefables, para usar el calificativo de Lezama.

El de mi familia es el caso típico de aquellos mestizos cubanos que invirtieron talento y sudor en alejarse del sótano social donde se confinaba, apenas una generación atrás, a los esclavos y libertos. Mi abuela paterna nació solo 15 años después de la abolición definitiva de la esclavitud y no puedo razonablemente contar con que ninguno de mis tatarabuelos arrastrara la cadena infame. La necesidad de borrar ese “oscuro pasado” llevó a buena parte de la clase media-baja mestiza cubana a rechazar toda conexión cultural o religiosa con lo africano.

Por supuesto, nunca ignoré el color de mi piel ni tuve problemas de identificación con mestizos como mi padre, mulatos como mi madre o negros, como varios mis tíos y primos cercanos. Pero ni siquiera estos últimos aportaron a la construcción de mi identidad los rasgos culturales y de “modo de ser” más característicos del afrocubano. Lo cierto es que en la Cuba actual no puede hablarse de grupos étnicos. Los diversos rasgos de la cubanidad se reparten sin relación directa con la aparencia física: hay blancos de “cultura negra” y viceversa, y todo cubano, de manera estructural o superficial, y más o menos conscientemente, contiene todos los rasgos de la cubanidad... Otra cosa es que esté en condiciones de recrearla y trasmitirla convincentemente dentro de su propia creación.

“Todo eso está muy bonito, pero… ¿y tú dónde estás?”

La cultura oficial cubana -literatura y música “cultas”, cine, radio y televisión, artes plásticas o escénicas- que promueve el Estado (propietario absoluto, en mi país, de la escuela y los medios de comunicación) fue nacionalista solo en los tres o cuatro primeros años de la Revolución, consagrándose de manera progresiva y hasta la caída del “Muro de Berlín” en 1989, a ahondar el vínculo con la Unión Soviética y demás países del “socialismo real” y a cultivar un tercermundismo más político que cultural. Solo a partir de 1990, cuando yo llevaba año y medio residiendo en el extranjero, comenzó el Castrismo su retorno a sus olvidadas raíces nacionales.

En mis años de formación, las editoriales cubanas apenas compartían su monopolio de la venta de libros con las ediciones en castellano de los “países hermanos”, la Unión Soviética en particular. Se publicaron en aquellos años infinitamente más textos marxistas-leninistas, discursos de Fidel y la literatura “políticamente correcta” de Europa Oriental que del mundo restante. Salvo por algún raro título que cayó en mis manos de manera providencial, mis únicas lecturas contemporáneas eran lo escrito por compatriotas adeptos al “proceso revolucionario” y obras de países que nada tenían que ver con nuestras raíces (pongamos Mongolia, Bulgaria o Vietnam). Incluso fueron raros los libros documentales o de ficción que me dieron a conocer con profundidad la América retóricamente llamada “Nuestra” o el África tildada –con bastante oportunismo y alguna hipocresía– de “hermana”.

Afortunadamente, a los 11 años descubrí la “cámara del tesoro”. La biblioteca municipal estaba repleta de libros que jamás pasaron por las librerías: ediciones españolas de autores contemporáneos; británicos, escandinavos, alemanes y de otros países de Europa Occidental, entre ellos varios premios Andersen.

Cuando terminé mi primera novela, inspirada por la película francesa La guerra de los botones (Yves Robert, 1962), acababa de cumplir 13 años. Mis modelos literarios eran Enid Blyton y Hergé; una inglesa y un belga. Catorce años después, cuando entregué a una editorial habanera el que se convertiría en mi primer libro, El secreto del colmillo colgante (La Habana, 1983) a mis preferencias se sumaban Mark Twain, Erich Kästner, Ake Holmberg, el soviético Arkadi Gaidar y la cubana Dora Alonso.

En 1974 me incorporé al entonces dinámico movimiento de talleres literarios. Estas agrupaciones cumplían una doble función: posibilitar el desarrollo estético de escritores aficionados y/o noveles, y controlar su “correcta” orientación ideológica. Ya adulto, leí a muchos autores cubanos, del “Campo Socialista” y del “Tercer Mundo”, sin que ello me acercase más a mis raíces. Los negros y mestizos no éramos precisamente mayoría en los talleres literarios y, por otra parte, la cultura vernácula -afrocubana o hispanocubana- no abundaba en el paisaje editorial, fuera de formas que me parecían caducas, marginales o estereotipadas.

La preceptiva cultural del momento promovía el acercamiento al obrero y el campesino, a la “vida del pueblo”. Pero el realismo socialista no conquistó más que a un reducido y poco convincente puñado de autores. Por formación, por gusto y tal vez por conflicto generacional, yo oponía al localismo, el mimetismo y el descuido formal de muchos de mis colegas de taller literario, un concepto de literatura de alcance universal y excelencia estilística.

Tras unos años de tanteos infértiles, en 1979 comencé algo diferente, consecuente con el “universalismo” que me seducía: una fábula ecológico-política con la que conseguí mi primer premio y publicación nacional: el cuento “La gran rosa blanca”, que junto a otros textos similares integró el que sería mi segundo libro (estrenado en Santiago de Cuba en 1987, y en su versión actualizada y corregida, publicado por la editorial mexicana Progreso con el título de La lechuza me contó).

Con aquellas primeras “fabuleyendas” yo daba un paso decisivo hacia la construcción de un estilo propio. Pero mi identidad de autor seguía demasiado subordinada a la satisfacción de las necesidades de mi destinatario para pasar definitivamente de una literatura para niños a una plena literatura infantil. Por lo demás, aquellos textos ecológicos recreaban un mundo “esencial” donde ni siquiera los animales y plantas protagónicos eran reconociblemente cubanos.

Fue el gran novelista José Soler Puig quien, tras leer el manuscrito de mis “fabulendas”, puso el dedo en la yaga al espetarme: “Mira, todo eso está muy bonito, bien escrito y demás… pero ¿y tú dónde estás?”

Acababa yo de instalarme en la muy caribeña Santiago de Cuba y poco después, sin que hubiera la menor relación con las palabras de Soler Puig, la visita a una asociación musical de barrio me reveló la potencia de una cultura afrocubana que, por primera vez, resonó en mis entrañas.

Un año después terminaba un relato que, sin proponérmelo y sin estar siquiera consciente de ello, resume metafóricamente el doloroso mestizaje que construyó al pueblo cubano... y a mi propia familia. Gané con esa obra el premio José María Heredia; así denominado en honor al poeta que propició a los cubanos su primer amor romántico a la patria. Una patria que todavía no asumía al negro, mayoritariamente esclavo en esa primera mitad del siglo XIX.

Pero renuncié a la posibilidad de publicar un manuscrito que presentaba de manera maniquea al antagonista, reduciendo por ende la dimensión de los héroes. La solución técnica del problema pude haberla encontrado mucho antes; pero para que ese libro alcanzara el equilibrio que exigía su mensaje, me resultaba indispensable el proceso de investigación sobre mí mismo y sobre la identidad cubana que cubrí en l9 años de trashumancia por Brasil, Dinamarca, Francia, Argentina y la Guayana Francesa. La publicación de La leyenda de taita Osongo -primero en francés, en castellano dos años después y posteriormente en portugués- ejemplifica el camino que debían recorrer esta obra y su autor. Es quizá mi más ambiciosa y ciertamente la que más me compromete.

Lo realmente significativo de esa novela es que utilizo la estructura de un cuento tradicional ruso junto a algún elemento muy libremente inspirado de las religiones afrocubanas para contar un amor imposible entre un negro esclavo y una muchacha blanca, hija de un traficante y propietario de esclavos. Mi motivación inmediata fue un conflicto amoroso (aunque el diferente color de piel no es lo que impedía aquella relación). Muchos años después comprendería que la inspiración profunda me llegaba de mucho más lejos y profundo: del amor frustrado de mi abuela, mestiza de negro y aborigen, por el hombre blanco que le negó su apellido a mi padre.

Raíces subterráneas, raíces aéreas...

En toda obra hay parte de la vida y de los sueños del autor. Su vida y sueños están anclados en una determinada evolución familiar y social, en sus estudios, en el marco socio-económico de su infancia y adolescencia, en las obligaciones que siente respecto a su cultura, a sus modelos y maestros. Por ejemplo, mi novela Exploradores en el lago refleja mi compromiso con la ecología, nacido en la pasión con que me empeñé en revivir un limonero reseco del patio de la casa a la que me mudé antes de cumplir seis años; pero también se nutre de la “escuela al campo” (período que todo escolar cubano pasaba, cada año, como obrero agrícola, descubriendo, en compensación por las asperezas de la experiencia, la naturaleza tropical en su más nítida expresión).

Otro tanto puedo decir de libros como Javi y los leones y El pájaro libro. ¿Dicen acaso menos mis raíces que la Leyenda de Taita Osongo ? No lo creo: el método y la entraña evocada son diferentes sin dudas, pero se trata por igual de esenciales componentes del individuo que soy: si en La leyenda... hablo de mi identidad familiar y nacional, en El pájaro libro ahondo en mi obsesión de escritor que quiere ser leído, entrar en contacto directo con su lector (y yo no vivo del cuento, vivo para el cuento). Por su parte, Javi y los leones es una historia que me rondó desde la más temprana infancia; sublimando problemas como la timidez, el miedo a la soledad, la detestación de la violencia y la búsqueda de la figura protectora que mi padre -incapacitado por su propia privación paterna- era incapaz de encarnar.

Son ésos rasgos definitorios, constituyentes esenciales de mi persona y que me construyen como sujeto particular dentro del colectivo al que pertenezco por herencia, contagio o acomodamiento. Es en el conflicto dialéctico entre las raíces plurales y la personalidad singular que se construye todo individuo. De la misma manera que un pueblo se parece más a la yuxtaposición de sus componentes individuales que a un supuesto mínimo denominador común.
El colectivo no es la masacre de los individuos.
No es de sangre que se nutren las raíces sino de agua: sudor y lágrimas… las de felicidad incluidas.

Joel Franz Rosell


Peonza N° 96 / Cantabria / Abril 2011

SUMARIO

EDITORIAL: Iberoamérica y la LIF: falamos español - hablamos portugués.
Fanuel Hanan Díaz: ¿Literatura infantil latinoamericana?
Ana María Machado: Raíces que nutren y sostienen.
Joel Franz Rosell: ¿Mi identidad a cambio de un plato de raíces?
Enrique Pérez Díaz : Mis raíces duermen bajo el mar
Javier Flor: Horizontes cercanos o cómo hablar de Literatura Infantil en Iberoamérica en el siglo XXI.
ENTREVISTAMOS A : Marina Colasanti.
MIL PALABRAS PARA UNA IMAGEN. José Luis Polanco: Ser sombra y vacío.
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COLOFÓN
NUESTRO ILUSTRADOR: Gabriel Pacheco.
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20/4/11

Un recorrido por la obra de Luis Cabrera Delgado (desde el prólogo de su libro "Querida Zoelia"

(prólogo a la primera edición de Querida Zoelia, de Luis Cabrera Delgado)

Querida Zoelia, de Luis Cabrera Delgado 
Ediciones Capiro, Santa Clara, Cuba, 2009




                                                                                                            
París, 2 de mayo de 2009

Muy apreciado lector:

Espero que al recibo de estas letras te encuentres bien, en compañía de tus libros más queridos.
Te cuento que desde que el editor de Querida Zoelia me encargó ocho a diez cuartillas sobre la narrativa de Luis Cabrera Delgado, he vivido sumergido en sus libros, en los artículos que han sido escritos sobre su trabajo, y en la correspondencia y los recuerdos que guardo de más treinta años de amistad y colaboración con tan prolífico y talentoso escritor.

Me recuerdo en esta hora de muchas cosas, de cuando nos conocimos en casa de María del Carmen (González, que por entonces pasaba por la mejor autora de literatura infantil de Santa Clara), de cuando me propuso leer su primer cuento, de toda la emoción de nuestros pininos literarios…
Luis Cabrera debutó en el mundillo intelectual de Santa Clara con un puñado de cuentos para adultos. El primero que leí, bastante cruel pero extremadamente penetrante y eficaz, tenía por tema la incomunicación sexual de una pareja. La capacidad para construir personajes vivos y creíbles, el interés por las problemáticas humanas más hondas y la habilidad para tejer historias sorprendentes, ya eran rasgos del que no tardaría en convertirse en el mejor escritor que haya dado su natal Jarahueca, en una de las grandes figuras de la literatura villaclareña, en notorio abanderado de la narrativa infantil cubana y en un nombre que comienza a sonar en el ámbito hispanoamericano.

Su primer libro infantil, Narraciones de Jarahueca lo conocí “en pañales”. Yo vivía todavía en Santa Clara y, entre una y otra sesión del taller Juan Oscar Alvarado nos intercambiábamos manuscritos imperfectos y críticas que a veces “acababan con la quinta y con los mangos”. Enseguida me di cuenta de que aquel narrador poseía fuerza y originalidad muy superiores a las mías, y me concentré en ayudarle a mejorar su estilo, por entonces un tanto descuidado. Esto último no pude impedirme de “sacárselo” cuando el libro obtuvo mención honorífica en el Premio UNEAC de 1979.

En la nota “Ver con los ojos lo que no ve el corazón”, que perdió mi firma en el taller del periódico Vanguardia donde fue impresa aquel 14 de diciembre, saludé un conjunto de relatos “que nada tiene que ver con lo que se ha escrito en Cuba en esta materia” y deseé su rápida publicación. Mejor me hubiera callado porque parece que ese día tenía yo la lengua torcida y hasta la fecha solo se han publicado dos de sus ocho textos en la colección Pintacuento de la Editorial Capiro, insigne institución villaclareña que acoge el libro que tú, afortunado lector, tienes ahora en mano... Así que espero no volver a meter la pata anunciando ahora su publicación por Ediciones Luminaria, de la provincia natal de Luis Cabrera.

Fue solo tres días después de aquella primera nota indeseadamente anónima que pude explayarme, siempre en el órgano villaclareño, sobre esos relatos…basados en anécdotas y experiencias de la propia infancia del autor, que las ha elaborado de forma que el niño, al leerlas, las sienta como suyas. Para ello, Cabrera se vale de su profundo conocimiento del pensamiento, el lenguaje, los gustos y posibilidades intelectuales de los pequeños, a quienes ha podido estudiar a lo largo de años trabajando como psicólogo del Hospital Pediátrico de Santa Clara.

Los ocho cuentos se caracterizan por ese vuelo imaginativo propio de los niños que les permite, sin evadirse de la cotidiana realidad, vivir su mundo singular, invisible para los ojos de los adultos. Igualmente están presentes el humor y el suspenso, la gran variedad de las situaciones, cierta sutil ternura y un tono fresco; valores todavía infrecuentes en nuestra narrativa para muchachos (…los cuales) junto al respeto con que Cabrera trata a los niños, hacen que los elementos didácticos de su obra no influyan negativamente sobre el argumento.

Corresponderá al segundo libro de Luis Cabrera Delgado la suerte de inaugurar su bibliografía. Antonio el pequeño mambí es también realista y se apoya en la Historia; pero no en la contemporánea, de la que fue testigo el autor, sino en la de mediados del siglo XIX. Y lo recreado es nada menos que la infancia del mayor general Antonio Maceo.

Cuando en 1981 Luis Cabrera circuló entre sus compañeros de la Brigada (Hermanos Saíz, que desempeñaba entonces el papel que hoy cumple el comité provincial de la UNEAC) el original de este libro, hubo tres reacciones que evoqué en el periódico Vanguardia el 9 de febrero de 1986, cuando el libro comenzaba a llegar a las librerías de todo el país:
(…); para unos era inadmisible que se restauraran anécdotas mal conservadas o que se reconstruyeran, basándose en indicios –datos de época y del posterior comportamiento de los personajes–, situaciones probables, pero en modo alguno comprobadas. Tratándose de una figura histórica de tanta relevancia, les parecía obligado amoldarse a la más estricta veracidad factual. Algo parecido opinan los que –sin oponerse al recurso un tanto arqueológico, de componer la infancia de Maceo– estimaban mucho más eficaz y útil aplicar las artes de la ficción a recontar los grandes hechos de la biografía conocida del Lugarteniente General del Ejército Libertador.

Para mí no había duda de que Luis había acertado en su decisión. Que la ternura y firmeza del ambiente doméstico, la sencillez de la vida cotidiana y pequeñas aventuras de un niño y sus hermanos, sean los resortes principales de la reconstrucción de parte de la vida de Antonio Maceo no tiene nada de paradójico con el hecho de que entre los objetivos del autor esté, en primer lugar, trasmitir a los niños cubanos una imagen más cercana de uno de los más grandes guerreros, políticos y patriotas de nuestra historia (…) Es que no es lo mismo contar a los muchachos la admirable biografía de un héroe ya adulto, que la reconocible e imitable vida de otro niño. Lo verdaderamente relevante en este caso es que el niño y el héroe son una misma persona…

El tercer libro de Luis Cabrera Delgado, Pedrín, también vio retardada su publicación (¡en once años!). Pero al margen de esta circunstancia editorial, en lo estético se trata de algo radicalmente diferente. Se perfila así lo que será un rasgo característico de la obra de nuestro autor: su extraordinaria capacidad de renovación (no solo de la literatura infantil cubana, sino de su propia obra). Pedrín es quizás el primer libro psicoanalítico de nuestra serie literaria infantil, comparable solo a lo que desde hacía unos pocos años estaba escribiendo la brasileña Lygia Bojunga Nunes. En este originalísimo libro, “llama la atención, entre escenarios convencionales de cualquier ciudad cubana, un espacio psicológico materializado: la planta alta de la casa del protagonista, donde se alojan –personificados como tíos– sus miedos, angustias y complejos”[1][1]. Superando con pasmoso vigor el realismo de Narraciones de Jarahueca y Antonio el pequeño mambí, nuestro autor da sus primeros pasos en lo que Aimée González Bolaños ha calificado acertadamente como “cotidianeidad fantástica” y que le dará sus mayores éxitos: Tía Julita, Carlos el titiritero y ¿Dónde está la Princesa?




Tía Julita es el más conocido de los libros de Luis Cabrera Delgado. Y no solo porque se alzó con el codiciado premio de la UNEAC en 1982, sino porque lo hizo con una propuesta que puso en crisis el canon ejemplarizante y pontificante que todavía dominaba el discurso literario infantil cubano. Tía Julita no marca el nacimiento de la primer hada criolla pues, por ejemplo, El valle de la Pájara Pinta gira en torno a un personaje de este tipo. Pero Luis escribió su libro antes de la tardía publicación de la novela de Dora Alonso en 1984; cuatro años después de alzarse con el premio Casa de las Américas y dos después de que el manuscrito de nuestro autor entrara en un proceso editorial igual de dilatado.

Tampoco Tía Julita es el último libro que carga la mano en mensajes formativos, pero al margen de la renovación del concepto de protagonista mágico en un mundo bastante real, sus mensajes resultan relativizados por un masivo desembarco de recursos postmodernos. Lo más sorprendente es que Luis no llega a esta innovación estética inspirado -como harían varios de sus émulos- por la más moderna narrativa infantil europea, brasileña o argentina, sino por propia incubación y desde una visión irónicamente amorosa de su familia y de la realidad.
En el segundo artículo que dediqué a esta noveleta, el 16 de marzo de 1988, en el periódico Granma, destaqué cómo el Premio Ismaelillo 1982:


… narra, con una peculiar mezcla de desaliño y poesía, de recuerdos de infancia y delirante fantasía la aventura de una tía y sus sobrinos. Todos conservan sus nombres reales (...) y muchos de sus rasgos de personalidad y anecdotario: Sin embargo, el autor, lejos de dejarse atrapar por las húmedas trampas de la nostalgia, compone un texto criollo en su “ajiacósica” revoltura de alegría, amenidad, ironía, visión hiperbólica, profundidad ética, compromiso social, folclor, filosofía, crónica familiar, experiencias personales, síntesis de nuestra historia, costumbrismo y otras viandas igualmente suculentas.

Al comienzo del mismo artículo destaqué, con prosa incomible, lo que me parecía sentar las bases para una nueva etapa de la literatura infantil cubana:

Lo verdaderamente renovador de estos textos no lo da el colocarse en una o en otra perspectiva de la actividad cognoscitiva y estética del hombre, ni tampoco el situarse en uno y otro lado simultáneamente, o alternadamente: lo que a mi modo de ver saca chispas más fuertes de estos yesca y pedernal es que los escritores de niños ya no se comportan como simples contadores de historias, sino que participan con toda su biografía, con sus sueños, obsesiones, experiencias y limitaciones. Y por eso su obra, más sincera y profunda, llega más…

Como ocurre en muchos libros –anteriores y posteriores- de nuestro autor, Tía Julita está estructurada como un viaje. En este caso los lugares son reales e imaginarios, paródicos o simbólicos y asumen, entre otras funciones, la crítica del individuo y la sociedad (mucho antes de que el procedimiento sea puesto de moda y reclamado como sello característico por la generación de los 90). Cada capítulo, cada anécdota, viene a ser la explicación de las trece pintorescas definiciones presentadas, a modo de prefacio, por los niños que acompañan en su viaje-aventura a la criollísima tía-hada. Pero aunque a Julita corresponde un papel todavía un tanto tradicional (es ella, como adulto referente, quien aporta la solución a los obstáculos que se presentan en el camino), los sobrinos no son pasivos, puesto que evolucionan: crecen y van descubriéndose a sí mismos a lo largo de un viaje que es también interior.

Los calamitosos no fue el primer manuscrito que Luis me envió por correo. Hacía ya algún tiempo que yo vivía en Santiago de Cuba y habíamos continuado intercambiándonos los cuentos y novelas que escribíamos. Pero esta nueva obra me desconcertó. Atribuyo al estrés (yo estaba divorciándome, mudándome para La Habana y obligado a conseguir un nuevo empleo) mi incapacidad momentánea para digerir la mezcla de naturalismo, esperpento y grotesco con que Luis, siempre en renovación, había condimentado este conjunto de relatos que, por primera vez, no dedicaba a los niños sino a los adolescentes (en la búsqueda de ese lector total, sin edad, que ha definido como el suyo).

Hoy no puedo menos que coincidir con la brillante interpretación de Aimée González Bolaños:

Cejas de Pedro Barba, un pueblo pequeño enquistado típico de nuestra historia neocolonial, funciona como resumen y compendio. A semejanza de Macondo, Santa María o Montecallado, la naturaleza del pueblo resulta una naturaleza social, sobre todo moral. La reflexión sobre la condición humana, sin borrar los signos de la figuración costumbrista, se condensa artísticamente en personajes paródicos hiperbolizados, mitificados, a partir de sus vicios, de sus calamidades “humanas”, creándose la singular mitología de un bestiario pueblerino, de un Olimpo criollo. Figuras extraordinarias por lo grotesco de su proceso de alienación como el Señor de los Sapos, las Arpías o Doña Sepulcro implican una búsqueda de lo imposible verosímil. [2]

De la vasta obra de Luis Cabrera Delgado, Carlos el titiritero es, al menos en lo formal, mi preferido. Es su novela más experimental, al mismo tiempo que la más divertida. Marca un punto de inflexión en su narrativa, llevando a su máxima expresión los más significativos hallazgos de los libros anteriores y prefigurando algunos de los caminos que va a recorrer en la siguiente etapa. Por otra parte, une aquí los principales géneros de su praxis: novela, cuento y teatro, sus dos destinatarios: chicos y adultos, y sus tres fuentes de inspiración: experiencia personal, tradición literaria universal y cultura popular cubana.
Un resumen de la trama induciría a creerla simple: Carlos parte acompañado por sus dos títeres preferidos, Vicaria y Cundiamor, con la misión de encontrar al Niño Triste. Tras dos hallazgos fallidos, a la tercera dan con uno que, colmado de bienes materiales y sobreprotegido no se lo creería infeliz, pero está realmente necesitado de ayuda. Como en Tía Julita, es un viaje lo que aporta su estructura exterior al libro; pero se trata de un viaje a saltos, con marchas atrás, rodeos, pausas (una de ella dura tres años), entradas y salidas del tiempo de la trama al tiempo “real” e incluso al tiempo de lectura. La complejidad del relato está dada por las variedades de discurso a que recurre Luis, pero también porque “El trayecto está sembrado de dificultades y pruebas que propician el conocimiento y crítica de aspectos diversos de la realidad cubana, así como el desarrollo del protagonista (que conocerá el amor), de Vicaria (que padecerá el letargo de la Bella Durmiente, aunque solo sea durante tres años) o del escritor mismo (que sabrá de la angustia ante la página en blanco y de la implacable exigencia de los lectores)."

El párrafo arriba citado pertenece a mi primer artículo consagrado enteramente a Luis Cabrera Delgado en una publicación internacional: la Revista Latinoamericana de Literatura Infantil y Juvenil (número 5, enero-junio de 1997) que editan en Bogotá los comités latinoamericanos de la Asociación del Libro Infantil y Juvenil, IBBY. Lo subrayo porque a esas alturas ya nuestro escritor comenzaba a alcanzar cierto renombre allende nuestras fronteras (ese mismo año sería finalista del prestigioso premio latinoamericano de narrativa infanto-juvenil Norma-Fundalectura).

Si rotulé este artículo “Luis el titiritero” no fue por el mero placer de jugar con el título, sino para apuntar un rasgo determinante de esta obra: la irrupción del autor en las páginas que escribe. Es algo que ya habían hecho Cervantes, en el siglo XVII, y Sterne y Diderot en el siglo XVIII; pero es como recurso postmoderno que lo reinventa el siglo XX, y Cabrera lo introduce con audacia en la literatura infantil cubana.

Desde la página 5 (la primera de texto) el escritor –e incluso el lector– son movilizados, puesto que junto a los tres protagonistas de ficción ya nombrados se unen otras “personas que también aparecerán en esta obra: Tú /y yo”. Una segunda injerencia del autor ocurre apenas siete páginas después: “Dicen que mi abuelo tenía un mulo cerrero en el que salía por el campo a vender botones, hilos y dedales. Pues precisamente en este mulo de los cuentos de mi mamá, fue en lo que a Carlos el titiritero, se le antojó salir a buscar al Niño Triste”. El que así habla es el narrador, quien explica, a través de una hábil ficcionalización, un rasgo de su poética: utilizar sus recuerdos personales para hacer cabalgar a sus personajes. Ya en la página 87, cuando la trama se ve frenada por un “fallo” del autor, quien no sabe cómo sacar a su heroína Vicaria del sueño en que la ha sumido durante la representación de Blancanieves, los lectores deben aceptar que el escritor Luis Cabrera Delgado, el hombre de carne y hueso que firma el libro que tienen entre manos, entre en una trama perfectamente ficticia y nada realista para cumplir su verídica función de redactor: “Mis amigos, los más queridos, los que leyeron lo escrito hasta allí, no estuvieron de acuerdo conmigo y comenzaron a sugerirme, aconsejarme, rogarme y, por último ¡exigirme! continuar”.

En Carlos el titiritero destacan los recursos intertextuales e intergenéricos: alternan con la narración convencional diversos trozos de escritura dramatúrgica adscritos a géneros tan diversos como el drama clásico español, el teatro bufo cubano y el moderno espectáculo interactivo. Igualmente irrumpen aquí y allá elementos de nuestro folklore (el Gallo de Morón, el chucho escondido, la Gallinita Ciega) o de la tradición universal (Cenicienta, El Patito Feo y hasta Sherlock Holmes y el doctor Watson) y hasta referencias al dibujo animado y el cine.

Después de esta obra maestra Luis Cabrera tardó algún tiempo en revolucionar su propia praxis. En modo alguno estoy insinuando que sean piezas menores Raúl, su abuela y los espíritus, un divertimento a base de supersticiones criollas, o Catalina la maga, donde la realidad cotidiana de una niña es contada con chispeante humor desde la perspectiva que aportan sus poderes mágicos (esta deliciosa novelita permanece inédita en Cuba, para vergüenza de nuestros editores e injusta privación del lectorado nacional).















Por si no fuera poco, a este período pertenece Ito, la tragisórdida historia de un niño condenado al desprecio y la represión (incluida la auto represión) por no encajar en el pétreo molde del machismo criollo.

Creo que Luis trajo el manuscrito de ese libro en el floppy (aquellos flexibles disquetes de computadora, ¿se acuerdan?) con que llegó a Dinamarca, invitado a un coloquio con motivo del quinto centenario del “descubrimiento” de América. O quizás lo leí un año después, cuando pasé en Cuba dos meses y conseguí actualizarme en todo cuanto él había escrito… El caso es que nuestro país atravesaba el peor momento del Período Especial y el relato transparenta aquellas duras condiciones de vida en la amargura de la mayoría de sus personajes adultos.

Ito es uno de los libros más intensos de nuestro autor (termina con un auténtico puñetazo: en las ilusiones del protagonista, que espera iniciar una nueva vida en Secundaria, y en la esperanza del lector de recobrarse, con un happy end, de las muchas penas leídas). El lugar que corresponde a esta breve novela dentro del realismo crítico que estrenaba por entonces la narrativa infantil cubana, no ha sido suficientemente reconocido. En mi opinión es una de las obras más pertinentes, duras y al mismo tiempo poéticas, de la tendencia.

Volviendo a Raúl, su abuela y los espíritus y El aparecido de la mata de mango, nadie debe dejarse engañar por su similitud de ambiente y tono. Ambas novelas se apoyan en las supersticiones criollas, cierto. Pero si en el primer caso los “aparecidos” se insertan en la “realidad objetiva” de un relato humorístico e hiperbólico que recorre, en simbólico círculo, la zona norte de la provincia espirituana de la que es originario nuestro autor, en el segundo caso lo sobrenatural viene a poetizar el mundo, que los “normales” prejuzgamos limitado, de un “retrasado” mental.

En Pedrín, Luis había sido uno de los primeros –si no EL PRIMERO– en evocar, en un libro cubano para niños y sin enfoque conmiserativo, una discapacidad; pero lo que le falta al héroe de El aparecido de la mata de mango no es un simple brazo, sino un completo dominio de su raciocinio.
Es en Raúl… y en El aparecido… que lo cubano adquiere “su punto” en la narrativa de Luis Cabrera Delgado. Como destaca Elena Yedra en “Raúl, los espíritus y el encuentro de una identidad”, uno de los artículos del dossier dedicado a nuestro autor por la revista En julio como en enero (número 14, diciembre de 2002):

la tonalidad cómico-humorística de la novela contribuye a la representación literaria de diversas aristas de la identidad cultural cubana, al mismo tiempo que la integra, porque este humorismo no es neutro: se involucra y solapa con la esencia misma de lo fantástico, y así en la función acentuadamente lúdicra del relato, y como va silueteando un imaginario, las situaciones, el habla, desde el mismo nivel de la enunciación.

Por si no he sido suficientemente claro, quiero precisar que lo que veo en los libros “cabrerianos” (¡vaya neologismo!) de la segunda mitad de los 90, es que lo novedoso se mide en un nivel más cuantitativo que cualitativo. Sin romper totalmente con lo logrado hasta entonces, nuestro autor explora ángulos y asuntos; pero con la contención del atleta que trata de hacer un buen tiempo en la carrera de impulso para un salto largo que es el que va a darle su medalla olímpica.

Ese salto sin par es ¿Dónde está la Princesa?, el libro más importante, más trascendente y más comprometido de Luis Cabrera Delgado; un libro que habla de la muerte, de la enfermedad, de la soledad… y de la esperanza.

Algunos libros infantiles cubanos ya habían abordado el tema de la muerte. Nersys Felipe lo hizo con mucho talento en su primer libro; pero en Cuentos de Guane, como en Román Elé, se trata de la muerte de un anciano –cosa natural y que todos, infantes incluidos, sabemos inevitable. Sin embargo en ¿Dónde está la Princesa? asistimos, paso a paso, a la escalofriante danza de la muerte en torno a un niño.
La ronda es mortal y lo sabemos. Si el estilo de la narración no bastara para convencernos del fatal destino de Germancito, la trama lo ratifica con cada una de sus visitas al Séptimo Cielo (en compañía de Bamboleo), La Nada (con Medellín), El Paraíso (junto a Vida Triste), y el penoso recorrido de la Vía de la Purificación (acompañando a Le Monde). En ninguna de esas representaciones del no-lugar que cierra el libro de la vida, el pequeño protagonista es aceptado. Está compliendo un katábasis (viaje iniciático al reino de la muerte) y solo cuando también su padre fallece, se entreabre la puerta para que Germancito complete su ciclo y pueda reunirse con la Princesa.

Este libro fue concebido en una época en que todavía no existían la triterapia, y demás medicamentos y tratamientos que están permitiendo vivir casi normalmente a los portadores del virus del SIDA. La situación ha cambiado radicalmente (al menos en los países que disponen de los medios necesarios) sin que ¿Dónde está la Princesa? haya perdido su vigencia. Es que las obras de auténtica literatura jamás dependen enteramente de las cambiantes circunstancias que llamamos “objetivas” y, como me ha confiado el autor, su intención era reflexionar, con el SIDA como telón de fondo, sobre las filosofías de la muerte.

En todo caso, estamos ante un libro sobre la muerte deseada –sin el menor regodeo escatológico– por el más sensible e inocente de los individuos: un niño que ha perdido a su madre y está dispuesto a todo por reunirse con ella. Un libro sobre “la muerte amiga” (Martí dixit) que libera de la verdadera enemiga que es –sugiere Cabrera, filósofo– la soledad.

Por todo esto estimo que, pese a su tragicidad, ¿Dónde está la Princesa? es un libro sobre la esperanza.

A continuación, nuestro ya prolífico narrador da un giro de 180º y crea uno de sus libros más chispeantes: Vino tinto y perejil, obra galardonada en 1999 con el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara y publicada por Ediciones Capiro en 2002, que descubrí en su versión ampliada: Maritrini quiere ser escritora, publicado por Alfaguara en Chile, cuando compartí con su autor la Feria del libro de Santiago. Esta una de las novelas más hilarantes de Luis: habilísima combinación de costumbrismo contemporáneo, visión crítica de la familia, humor desopilante, reflexión sobre la literatura, burla de la cultura de masas y parodia de los libros basados en textos no literarios como las recetas de cocina.

Al resumirla en su reseña para el boletín electrónico madrileño Encuentro.com (30 de junio 2003), Carlos Espinosa Domínguez subraya la ironía que domina la novela sin perdonar siquiera a la propia literatura infantil:

Su prima Elena, que estudia en la universidad y es la única persona a quien se lo ha dicho, le sugirió que escribiese un libro para niños. Pero Maritrini, con muchísima pena, descartó la idea por co

nsiderar que no es la más acertada. Su argumento es muy juicioso: "¿Cuándo has oído hablar de un escritor de libros para niños que sea famoso? Bueno… los de antes, pero esos ya están muertos". Así que como las autoras más famosas publican libros de recetas de cocina (ahí tienen a la mexicana Laura Esquivel, cuya novela Como agua para chocolate se vendió como rosquillas...

Maritrini decide utilizar las recetas de su abuela paterna, recetas tan disparatadas como parece ser la propia señora. Esta, por cierto, es el único personaje positivo de la familia, pero como no se patentiza en el relato ¿debemos dudar de su existencia? Es que los otros son una partida de inútiles, frustrados, rústicos, retrógrados y amargados. La punzante comicidad que caracteriza este libro tiene su “colmo” al final, cuando la protagonista-narradora, que ya sabemos bastante mitómana y algo inescrupulosa, se autocensura declarando al lector que todo cuanto ha contado de su burdo entorno familiar es mentira; que su madre, su padre, su abuela materna, su hermano... son dechados de virtud. Por supuesto, no la creemos; nos han resultado demasiado convincentes sus confesiones… y esa familia se parece a tanta gentecilla que tenemos la mala suerte de frecuentar.

En los últimos 20 años, Luis Cabrera y yo hemos seguido intercambiando proyectos, manuscritos y libros ya publicados. He tenido el placer de leerle en todas las ciudades donde he residido desde entonces: Río de Janeiro, Copenhague, París, Buenos Aires, Bilbao, Munich... Nos ha unido el correo y, desde hace una década, Internet. Pero también en carne y hueso nos hemos encontrado en Dinamarca, Francia, Brasil, Chile… y en Cuba, por supuesto, donde hemos hecho trueque de textos en proceso de añejado y o recién descorchados, tanto de narrativa como de reflexión; puesto que como sabes, informado lector, estamos hablando de un inspirado creador de ficciones y piezas teatrales, pero también de un curioso investigador y atrevido teorizador de la literatura infantil.

Los libros de Cabrera le han seguido, precedido o acompañado a Argentina, Brasil, Colombia, Chile, Ecuador, México… Por no hablar de países donde ha estado y (todavía) no le han publicado, como Bolivia, España, Estados Unidos, Venezuela, Noruega y Suiza, o lugares donde por el momento solo se ha traducido –en aperitivo seductor– algún cuento o artículo: Rusia, Austria, Suecia, Italia... Este deambular y esa inquietud por conocer mundo, han terminado por reencarnar en libros de escenario múltiple como Vueltas de vidas revueltas (un auténtico thriller geográfico), Los caballos de Miguel (otra vertiginosa vuelta al mundo, que demuestra que este no es, finalmente, más grande que un buen corazón) o “El maravilloso viaje de Soneb, el príncipe egipcio”, novela aún inédita que narra el extraordinario deambular de un faraónico personaje por los más insospechados rincones de nuestro planeta... y por sus más variadas épocas.

La obra más reciente de Luis Cabrera, El secreto del pabellón hexagonal la leí dos veces, siempre en París. Primero fue en el excesivo manuscrito que repartí entre la pantalla de mi computadora y hojas impresas –por ambas caras, porque soy tan ecológico como algunos personajes de la novela– y finalmente en la flamante edición de Gente Nueva.

El título (quizás el de más “gancho” que ha imaginado el paladín de este prólogo) ampara con sabia ambigüedad una historia cubanísima que, sin embargo, no podemos situar en una época presente, pasada o futura, sino en una dimensión paralela, a la vez presente-pasada-futura donde hay un Parque del Burro Perico, un Capitolio y un pueblo llamado Jarahueca que reconocemos a la vez que experimentamos la sensación de descubrir. Es que el tiempo es el verdadero protagonista de esta novela (donde también se viaja un poco, no se crean).

Una vez más, el bardo de Jarahueca (permítanme el picuísmo puesto que en torno a esa localidad, debidamente poetizada, se ubica lo central y enigmático de la trama) se atreve con un tema descuidado por la narrativa infantil cubana: la relatividad en torno a la edad, los prejuicios y estereotipos que se aplica a juventud y vejez, la verdad sobre la nunca hallada –porque nunca perdida– Fuente de la Eterna Juventud…

Aunque te resistas a creerlo, incrédulo lector, Luis nos ha escrito una juvenil novela de aventuras protagonizada por jubilados, sesentones y otros “ocambos”, y lleva su osadía a introducir como único personaje con menos de 30 años a un mocetón de pocas luces (¿será el Minguito de El aparecido de la mata de mango, que ha crecido y ahora todos llaman por su verdadero nombre, Alirio?). Hablando de nombres, nuestro autor recurre una vez más a su tribu familiar (recuperando también algo de las respectivas personalidades, sospecho), pero también hay patronímicos inventados por puro regodeo verbal: Paco Paz, María Micaela Bobadilla viuda de Urrutia, de Machado Rey y de Pérez Caro; Segundo Segovia, Santemos y hasta el sabio doctor José Asunción Silva, homónimo del poeta romántico colombiano en una alusión deliberadamente oscura (a Luis le complace embromar a los investigadores de su obra, dejando aquí y allá huellas falsas y juegos de perspectiva engañosos).

A estas alturas de nuestra “relación” ya sabes, sufrido lector, que soy un crítico caprichoso. A veces parece que hablo de mí y no de Luis Cabrera (será que me he contagiado de su manera de entretejer su persona y sus ficciones). El caso es que no me gusta escribir de libros que he leído recientemente. Antes sí, cuando era joven: leía hoy, escribía mañana y publicaba pasado mañana; pero con los años me he vuelto de digestión lenta. Así que no diré nada más de la más reciente entrada en la extensa bibliografía del homenajeado… salvo que gira en torno a un misterioso Instituto de Vida y que el final es digno de los Deus ex machina del teatro clásico griego.

No puedo terminar estas notas sin mentar Querida Zoelia, libro que fui contratado para prologar. Diré poco, porque… no sé tú, suspicaz lector, pero yo soporto mal que me cuenten lo que me dispongo a leer, que me digan lo graciosa, apasionante, instructiva o pulcramente escrita que es la obra que aún no caté; como si yo no pudiera percatarme solito. Si no me doy cuenta de los valores “bocineados” por el prologuista es porque no son tan cabales, y tampoco voy a verlos porque un señor, licenciado, doctor, o mondo lirondo jure y perjure que ahí están, visibles como una oveja blanca en medio de un rebaño de dromedarios colorados.

Querida Zoelia es un libro epistolar. Pero son cartas ficticias... destinadas a una persona real, de carne y hueso, que será la primera en recibir un ejemplar dedicado por su muy atento redactor. O sea que los sesudos amigos de diarios, memorias (Luis todavía tiene mucha vida que patear antes de pensar en escribir estas últimas) y compilaciones de correspondencia (con tanto detalle verídico como, a menudo, aburrido o indescifrable) se han equivocado de libro. Me arriesgo a decirlo porque a estas alturas no puedes, si es tu caso, devolver este ejemplar a la librería. De hecho, sería una estupidez, puesto que el supuesto cliente devolvente (no tan clarividente como tú, que me seguirás hasta el final, oh resignado lector) se perdería una revisión de algunos de los momentos más pintorescos del Período Especial (véanse las fechas de las cartas, que corresponden a las del real intercambio de misivas entre el verdadero Luis y la auténtica Zoelia).

En fin que, una vez más, nuestro escritor mezcla ingeniosamente realidad y fantasía, pero aquí no se incluye él, ser real, en una historia salida de su imaginación, sino que rellena con sus mejores delirios unas cartas que recogen bastante de su auténtico accionar en aquellos años.

Querida Zoelia no es literatura infantil, aunque cualquier niño grande también puede disfrutarlo (la proposición inversa es válida para todo adulto, que tiene mucho que disfrutar en los libros específicamente infantiles de mi talentoso prologado). Estamos ante un libro de humor, un libro costumbrista como aquellos que tan bien sabían escribir los acuarelistas de la realidad criolla en el siglo XIX; pero rabiosamente moderno.

Mucho de lo que he escrito en este prólogo, que al fin acaba, también vale para Querida Zoelia. Si conoces, cultísimo lector, los títulos arriba comentados, el presente coronará tus Lecturas Completas de nuestro infatigable autor. Si en cambio, esta es la primera vez que te pones bajo los ojos la prosa “cabreriana” (no iba a privarme de repetir este exclusivo adjetivo), te garantizo que no podías haber caído mejor… Eso sí: sigue, no pares hasta completar tu conocimiento del egregio “jarahuequense” (otra jerigonza; me estoy poniendo pedante y más vale que me calle de una vez).

Gracias por la paciencia,

                                                                           
                                                                                  Joel Franz Rosell

1 JOEL FRANZ ROSELL: “El patio de mi casa es particular: Aproximaciones al paisaje en la narrativa infantil cubana”, Lazarillo, (10): Madrid, otoño 2003. y http://artedfactus.wordpress.com/2008/09/18/el-patio-de-mi-casa-es-paticular/
2 AIMÉE GONZÁLEZ BOLAÑOS: “Tres textos fantásticos de Luis Cabrera Delgado: ¿la imaginación muere o despierta?”, La literatura infantil cubana ante el espejo (selección de comunicaciones presentadas en el Encuentro Nacional de Crítica e Investigación de Literatura Infantil de Sancti Spíritus), Ediciones Luminaria, Sancti Spíritus, 1998, p. 75.

14/4/11

Mis cinco libros en euskera y en el País Vasco

En en verano de 2005 inicié una serie de cortas estancias, por razones estrictamente personales, en Bilbao. Durante la primera visité al escritor Seve Calleja, a quien había conocido diez años antes en el congreso de la IBBY en Sevilla (¿o fue después, en 2001, en el Congreso Hispano-Luso de Literatura Infantil de Santaigo de Compostela?). Con la enorme generosidad que lo caracteriza, Seve me presentó a uno de sus editores, Joseba Landa, de Desclée, quien unas semanas más tarde me comunicaba su decisión de publicar mi volumen de cuentos ecológicos La lechuza me contó. Escrito a principios de los años ochenta (a partir de “La gran rosa blanca”, mi primer premio literario nacional, en 1979) fue ése mi segundo libro publicado, en 1987, en Santiago de Cuba, con interesantes ilustraciones del también pintor Vicente Rodríguez Bonachea. Yo había corregido y aumentado esa obra para la edición mexicana, definitiva, de 2004.

Lo de definitivo resultó no serlo tanto, puesto que decidí realizar yo mismo las ilustraciones para la edición en euskera (nombre que los vascos dan a su lengua). El caso es que no me entusiasmaron los ilustradores que vi en otros libros de Desclée, y las ilustraciones de Bonachea eran irrecuperables (en los años 80, las imprentas cubanas solían estropear o perder los originales que les entregaban para su reproducción, de por si deficiente); eso aparte de que ya no correspondían a la integridad de mi texto. Por su parte, las sin duda bonitas ilustraciones de Fabiola Graullera para la edición mexicana (Pogreso) habían descartado, en mi opinión, ciertas aristas de mi discurso.
En realidad, hacía algún tiempo que yo deseaba expresarme no solo a través de las palabras sino también de las imágenes que acompañan todo libro infantil. No me proponía, ni me propongo, ilustrar yo mismo todos mis libros sino solo aquellos en los que siento que puedo decir algo especial... y cuando el editor no me propone un artista de seductor talento.
Ese deseo de ilustrar me sorprendió en un Salón del libro en Francia (no recuerdo si el de Cherburgo o el de Le Mans) cuando compartí mesa con el famoso ilustrador e historietista Christophe Blain. Yo dedicaba en 30 segundos cada ejemplar de los tres títulos que entonces tenía en francés. Blain, por su parte,  necesitaba varios minutos para estampar en cada primera página un dibujo original, regalo para sus lectores (¿o debo decir fans?). Siempre había media docena de personas esperando por sus dedicatorias, mientras que yo, en mejor de los casos, tenía una o dos esperando. Viendo mi cara de aburrimiento, Blain me susurró: “¡Demórate!”. Pero por mucho que cuidé mi caligrafía, ninguna de mis dedicatorias consumía tanto tiempo como un dibujo, incluso realizado rápidamente.
Pero no debo dejar la impresión de una motivación superficial en mi corta carrera de ilustrador. Lo cierto es que yo siempre dibujé “para mí” y hasta para otros. Mi primera publicación, a los 19 años, fue un dibujo humorístico en el suplemento humorístico Melaíto, de la entonces provincia cubana de Las Villas. Posteriormente hice otros dibujos para el boletín de la sala infantil-juvenil de la biblioteca provincial, que durante más de 20 años utilizó uno de ellos como logo.

Muchos años más tarde, puse algunos “dibujitos” en un par de plaquetes publicadas en los linderos de mi colaboración con ALIJA, la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil (sección nacional de la IBBY) de Argentina. Pero fue en 2005, unos meses antes de mi primera visita a Bilbao, mientras estaba becado en la Biblioteca Internacional de la Juventud, en Munich, Alemania, que me compré un cuaderno de dibujo y lo llené de garabatos.
Eran todavía dibujos de aficionado los tres primeros que propuse a mi futuro editor a fines de aquel año, y éste respondió, con diplomacia bilbaína: “No me disgustaron”.
Estaba claro que no le habían gustado en absoluto, y volví a empezar: con mejores materiales y técnica completamente diferente. Tres meses después, al acusar recibo de la segunda propuesta, Joseba me respondió: “¡Pues yo no sabía que dibujabas tan bien!”...Y esta vez no creo que fuese mera cortesía bilbaína.



Desde entonces he ilustrado cinco libros: tres publicados en euskera y dos que permanecen inéditos (como si la fórmula mágica para la publicación de mis dibujos estuviese escrita en esa antigua lengua caucasiana): Hontzak kontatu zidan. (Bilbao. Desclée De Brouwer, 2006), Beste bat nahi dut ! (Bilbao. A Fortiori, 2008 y Hareazko gazteluaren kanta (Bilbao. A Fortiori, 2007); que es el único de los tres también publicado en español y en francés.
 
 
Lo cierto es que si los primeros libros que publiqué en el País Vasco tenían ilustraciones mías, no todos están en lengua vasca (euskera) pues uno de ellos también se editó en castellano. Y este año salió el primer álbum de la serie Gatito (Gatito y el balón), que en euskera Kalandraka coedita con Pamiela como Katutxo eta baloia.  Y dentro de poco, estará en las librerías el segundo volumen de la serie

Mi último trabajo de ilustración es el único que me complace totalmente (¿porque es el más reciente y ya tendré tiempo de encontrarle defectos...?), pero su aparición demora y demora por las dificultades de la crisis famosa... Entre tanto, hice por primera vez ilustraciones en blanco y negro    para el público adolescente de la edición cubana de La leyenda de Taita Osongo (Ediciones Capiro. Santa Clara, 2010).
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Pero esa es ya otra historia...

La tercera novela detectivesca juvenil cubana cumple 40 años

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