15/9/12

Tres cubanos en el Salón del Libro Insular




Entre el 17 al 20 de agosto pasados fui uno de los invitados al Salón del Libro Insular. Fui en avión de París a Brest, la mayor ciudad de la península más occidental de Francia, Bretaña (región a la que debe su nombre la mayor isla europea: la “Gran” Bretaña, que integra junto a Irlanda del Norte el país cuyo nombre oficial es el Reino Unido). Pero el final de mi viaje era la isla de Ouessant, la más occidental del pequeño archipiélago que porta el poético nombre de Islas del Poniente, y para alcanzarla debería tomar un segundo avión.


En el aeropuerto Charles de Gaulle coincidí con mi compatriota Karla Suárez, procedente de Portugal donde ahora vive, y en el aeropuerto de Brest se nos sumó el martiniqués Lemy Coco, otro de los invitados al salón del libro. Debimos marchar doscientos metros hasta el bastante rústico hangar de FinistAir, donde trepamos en una avioneta de solo 9 asientos, que recorrió en media hora la distancia que nos separaba de Ouessant.

Tuvimos mucha suerte con el tiempo, pues el cielo estaba límpido como no volví a verlo durante mi estancia en la isla. Así pudimos observar la hermosa costa, mar y archipiélago en que se destaca Ouessant por su tamaño, por su forma (sus acantilados explican su nombre en bretón: Enez Eusa: “la más alta”) y por ser la más distante de la costa (una treintena de kilómetros). El aterrizaje fue impresionante, pues al avioncito le salieron al paso unos elevados acantilados blancos de verde cumbre sobre los que se levantan dos faros y un radar. 

En el pequeño aeródromo nos esperaban dos automóviles que nos condujeron directamente al centro del caserío que hace las veces de capital. Sus calles se retuercen obedeciendo al capricho del accidentado terreno. En la angosta plaza, entre la iglesia y los principales comercios, estaba reunida la “muchedumbre” que se aprestaba a participar en la procesión que inaugura cada año el Salón del Libro Insular.

Numerosas mujeres vestían las batas y cofias de encajes blancos o negros, típicos de Bretaña, mientras los hombres llevaban chaleco negro bordado y kilt (la falda plisada, de lana a cuadros, con el cinturón ornado de un bolso de cuero en forma circular típico de Escocia), pues los ouessantinos comparten ancestro celta con la región más septentrional de la Gran Bretaña. No existiendo un kilt autóctono, elaboraron un estampado propio, dominado por tonos amarillos y ocres. No es espectacularmente bonito pero, curiosamente, recuerda el tejido preferido de las islas francesas del Caribe que son frecuentes invitadas de un evento literario consagrado a las islas (tropicales o no). El mismo motivo de cuadros y colores cálidos lo llevaban en forma de ligeras bufandas o en las flores que adornaban los sombreros de paja portados por aquellos que no se animaron a vestir el traje tradicional completo. Unos y otros se mezclaron en una danza folclórica, antes de proseguir su camino hasta la nave que albergaba el evento literario.


La decimocuarta edición del Salón del Libro Insular tuvo por lema: “Caraïbe: récifs et recits” (Caribe: arrecifes y relatos) y representamos a la región autores de Cuba, Haití, Martinica y Guadalupe. También había intelectuales de Francia continental que han escrito sobre islas y una representación de la edición de los océanos Indico y Pacífico, que participan desde hace años en el evento, entre otros.

Sí, indudablemente los caribeños nos divertimos en el Salón: aquí me río compañía del cubano Pedro Pérez Sarduy, el haitiano Rodney de Saint-Eloy y el martiniqueño Lemy Coco
Ouessant solo cuenta 1000 habitantes en temporada alta (en el siglo XIX, en pleno desarrollo de la explotación de algas y de ganado caprino, llegó a tener 3000 habitantes), pero por lo menos un tercio de los ouessantinos estaban allí. Los ouessantinos adoran su salón y engrosan numerosos las filas de voluntarios para lo que sea: coordinar actividades, decorar el espacio que alberga el Salón, hospedar, cocinar, servir de choferes y acompañantes, pero también se ocupan de cuestiones de contenido: conferencias, animación, prensa, administración... Más que un tradicional Salón del libro, el de Ouessant más parece uno de esos festivales de verano que amenizan toda Francia durante la pausa estival. Cada jornada concluyó con un concierto de acentos caribeños y con mucha presencia popular.

Los talleres, debates y demás actividades abarcan no solo la literatura, sino asuntos tan diversos como geografía, música, artes plásticas, danza, gastronomía y hasta un concurso de ortografía en forma de “dictado insular”… En fin, las culturas insulares en su más amplio sentido. Pero sin dudas el momento más importante del evento es la entrega de los Premios del Libro Insular. Concursan libros publicados entre marzo del año anterior y marzo del año en curso, en los géneros de poesía, narrativa, ensayo, beaux livres (libros de arte, fotografía, etc, ricamente ilustrados), novela policial y literatura infantil (estos dos últimos con un jurado específico). En 2012 concursaron 90 libros en todos los géneros. 
 


El Salón lo alberga una nave del tamaño, digamos, de un estadio de basket ball, con la cafetería situada junto al escenario delante del cual se alineaban cuarenta sillas; de manera que los debates, lecturas y demás actos pudieran llegar a todo el público: el sentado, el que examinaba los libros a la venta o el que se tomaba un cafecito. Los expositores serían unos treinta: librerías, agrupaciones culturales, editores de la región o de diversas islas (mediterráneas, de los océanos Indico y Pacífico, del Caribe…) e incluso un “electrón libre”: un editor alemán. Me detuve particularmente ante la mesa de la asociación que organiza el evento, que tenía en venta su revista “L’Archipel des lettres” y los carteles de las 14 ediciones del Salón, entre otras publicaciones.  Aproveché para evacuar algunas dudas con un responsable del Centro Internacional Julio Verne, pues apenas una semana más tarde debía yo participar en una mesa redonda sobre el gran escritor en Panamá.

Mis libros estaban repartidos entre la librería que aseguró la presencia de los títulos parisinos de los diversos autores (yo tengo dos en ese caso) y el espacio de Ibis Rouge, mayor editor del Caribe francófono (con sede en la Guayana Francesa) que tiene otros dos en catálogo. A eso añadí un libro francés descatalogado pero del cual poseo algunos ejemplares, y una amplia muestra de mis libros en español.  

Suele ocurrirme en los salones que me paso casi todo el tiempo sentado, haciendo dedicatorias (llevan bastante tiempo las que dibujo frente a la página de título de “La chanson du château de sable” que es el único de mis libros en francés que presenta mis ilustraciones). A diferencia de otros salones, el de Ouessant no incluye animaciones escolares, puesto que tiene lugar en plenas vacaciones de verano. No obstante, fui invitado a contar algunos de mis cuentos a los niños congregados en una carpa adjunta a la nave central del evento. Generalmente no me animo fácilmente a narrar en francés, pero la docena de niños me acogieron con tanta simpatía que les conté tres cuentos y luego pasamos un buen momento hablando de mis libros.



La estrella del salón era Maryse Condé, laureada escritora de la isla francesa de Guadalupense. Ella, junto al poeta y editor haitiano Rodney Saint-Eloi y el poeta y narrador martiniqués Lemy Coco protagonizaron la primera mesa redonda del sábado, seguida por la de escritores cubanos, integrada por Karla Suárez, Pedro Pérez Sarduy y yo.

Pedro nació en los 40 y Karla en los 70, así que formábamos una variada muestra de la literatura cubana contemporánea. Como emigramos, respectivamente, a principios de los 80, en 1989 y a fines de los 90, también tenemos experiencias y puntos de vista variados sobre la historia reciente de Cuba. Además, practicamos géneros más o menos diversos: Pedro es poeta y novelista, Karla autora de novelas y cuentos, y yo practico la narrativa para chicos y el ensayo. La suma de nuestras intervenciones dio una rica idea de la literatura y el devenir cubanos, y fue muy aplaudida. Al día siguiente, al proclamarse los premios del Salón, tuvimos la satisfacción de ver recaer sobre Karla Suárez el Grand Prix de Literatura Insular con su novela (inédita en castellano) Havane, année zéro.

Karla Suárez agradece el Grand Prix des Iles du Ponant a su novela "La Havane année zéro" (Métailié)

En 2007 Pedro ganó el premio de narrativa con la versión francesa su novela “Criadas de La Habana”, así que solo falto yo en recibir los oceánicos laureles de Ouessant (imperdonable negligencia de los editores de mis siete libros franceses: ninguno ha sido candidato al premio insular de literatura infantil). La próxima vez que publique en Francia, he de asegurarme del envío de mi obra al jurado de literatura infantil (dotada con 100 euros menos que los otros géneros; discriminación que espero haya sido erradicada para entonces). Nada garantiza que mi libro se destaque ese año entre los demás concursantes, pero al menos merecerá su oportunidad.

Cada noche, el grupo que integré con algunos de los autores invitados y dos franceses habituales del salón, se iba tras la cena y el concierto al pub Ty Korn (“La esquina”) que brilla por su  excelente provisión de wiskies de marca. El edificio tiene una curiosa forma de cuña pues se halla en la confluencia de dos de las principales calles de Lampaul, de modo que hay una mesa, con una única silla, situada ante la puerta-ventana, jamás abierta, que ocupa la esquina famosa. En Ty Korn se congregan –dentro y fuera- los irreductibles que beben y cantan, más desafinada y desaforadamente a medida que aumenta el alcohol en sus venas, hasta altas horas de la noche. Semejante animación vespertina no la he visto ni siquiera en ciudades francesas mucho mayores.

Si Bretaña tiene la reputación de poseer los mejores bebedores de Francia (atribuyámoslo a su rudo clima), los de la isla de Ouessant se consideran los mejores  bebedores de Bretaña. Como en francés “lamper” significa lamer, aplicándose particularmente a la última gota de alcohol que queda en el vaso o la botella, ¿será esa la explicación del nombre de la “capital” ouessantina? Lampaul sería un derivado de “lamper” (no me hagan mucho caso; no tengo título de etimologista y esta idea se me ocurrió tras un segundo vasito de wisky.

Durante mi fin de semana en Ouessant (el Salón se extendió hasta el miércoles siguiente, cuando yo me hallaba ya en Panamá) Francia sufrió temperaturas superiores a 40°C. En París los termómetros llegaron a marcar 38.4°, una asfixiante temperatura que me alegro de no haber padecido. Situada en la porción del Atlántico que une el golfo de Gascona al Canal de la Mancha, Ouessant desconoce el calor. Mientras el continente ardía, nosotros disfrutábamos un frescor que frisaba el frío (valga la cacofonía).
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Yo no había previsto chapotear en aguas del nordeste francés cuya intemperancia, incluso en pleno agosto me era conocida, pero cuando un ouessantino emergió de las aguas de la playa de Arlán dicieno: “está buena, unos 15°C” hasta las ganas de caminar sobre la arena cubierta de oscuras algas se me quitaron.  
                               
 Un agradable calorcillo hubiera estado más acorde con la fecha plenamente estival de un 19 de agosto y con el paisaje insular. Pero precisamente el hecho de que Francia estuviese sumergida en una ola de calor, hizo que el frescor oceánico se condensara sobre Ouessant, haciéndonos bogar en persistente neblina... Muy romántica sin dudas, pero más propia de noviembre.

El clima de la isla es sumamente cambiante y nunca tibio. El domingo, Karla y yo recorrimos en bicicleta tres cuartas partes de la isla (que solo mide 8 km en su parte más larga). Al principio nos abrimos paso entre una neblina que no dejaba ver nada a 15 metros de nuestras  respectivas narices. Así circulamos entre molinos de vientos del que solo supimos la existencia del más cercano y  pasamos delante del faro de Stiff sin verlo. Afortunadamente, el tiempo comenzó a levantar y ya a eso de la una salió el sol. Acabé el recorrido en short y camiseta; con la única chaqueta que llevé, y que habitualmente apenas me protegía de la frialdad, en la mochila.

Tema de guasa para el grupo de cubanos y antillanos fue la lamentable oferta gastronómica de la “Cantine des îles” (Comedor de las islas), como pomposamente se nombró a la carpa con capacidad para unos doscientos comensales donde almorzábamos y cenábamos autores, voluntarios y hasta muchos de los visitantes del Salón. Era un auténtico naufragio para el prestigio gastronómico francés, bretón, caribeño o cualquiera que se viese evocado en el menú cotidiano, tan escaso como mediocremente sazonado. Mi editor guyanés, que hace años me hacía la boca agua con el Salón de Ouessant, me había asegurado que a la simpatía (verificada) del evento, se sumaba la calidad de la acogida (también la comprobé) y la gastronomía (¿?). Tras sufrir tres embates de la “Cantine des îles”, los más hambrientos nos refugiamos la noche del domingo en el excelente restaurante instalado en la planta alta del pub donde, al fin, entramos en contacto con los reputados mariscos del litoral bretón. 

Los usuarios del pub estaban particularmente motivados (no sé qué habían comido, pero sí adivino lo que habían bebido). Resultando imposible conversar en aquel estruendo, salimos con nuestros wiskies a la calle, igualmente invadida de bebedores y cantores, pero amparados por el brumoso cielo.

Allí vinieron a decirme que aunque mi avión Brest-París partía a las cinco de la tarde, un auto pasaría a las ocho de la mañana a recogerme en el hotelito (en realidad una casa de una sola planta, dividida en seis cómodos cuartos con baño propio, y una cocina-comedor donde nos servía el desayuno una de las ouessantinas que colabora cada año con el Salón). La imposibilidad de garantizar si el cielo me permitiría alcanzar el aeropuerto de Brest a tiempo para mi traslado a París, no dejaba otra opción que el barco, que debía coger en la mañana.

En puerto Stiff, poco antes de tomar el barco hacia Le Conquet
El mismo auto recogió a otro escritor que también se marchaba esa mañana y ya en Port Stiff me encontré con el fotógrafo Gilles Luneau, uno de los integrantes de “mi grupo”. También se embarcaba la pareja de pregoneros que, al son de un acordeón, regalaban poemas y canciones en el espacio del salón y en las calles de Lampaul (tuvieron la exquisitez de leer mi blog y, al descubrir que Franz Liszt es el “culpable” de parte de mi pseudónimo, me dedicaron un fragmento de “Melodía de amor” del gran compositor húngaro). Ellos se habían quedado muy frustrados al intentar rendirme su pequeño homenaje en pleno salón, pues en ese momento nos llamaban a los cubanos al debate. Pero el domingo, cuando regresábamos Karla y yo de nuestro recorrido en bicicleta, nos les encontramos en la plaza de la iglesia, y allí pudieron hacerme escuchar, completa y en compañía de los pasantes endomingados, la famosa melodía de Liszt.


Los pregoneros y el fotógrafo se quedaron en el puerto de Le Conquet, más cercano de Ouessant que la también portuaria Brest donde se quedó el otro escritor. Yo continué solo hasta el aeropuerto, relativamente alejado (en Francia las ciudades de tamaño medio comparten aeropuertos que les quedan así equidistantes, elevando así rentabilidad y protección del medio ambiente). Tuve que esperar tres horas hasta la salida de mi avión, pero aproveché ese tiempo para responder e-mails y dar unos retoques a la conferencia que debía impartir en Panamá.

Ester mapa ilustrado de la isla de Ouessant está dibujado en la pared de la primera vivienda de uno caserío al sur de la isla

Mis tres días en la isla los terminé siempre pasadas las dos de la madrugada y nunca me levanté pasadas las 7:45, así que acumulé cansancio (basta con observar mis ojeras en las fotos), pero esa noche en París volví a acostarme tarde pues tenía una maleta que hacer, varios documentos que imprimir y enviar por correo postal, entre otras gestiones pendientes antes de volver al aeropuerto Charles de Gaulle, esta vez terminal 2E, para tomar un avión hacia Panamá (tema de mi próxima crónica).

11/9/12

¿Por qué escribo para niños?


 

Comparto con ustedes mi respuesta al escritor, editor y periodista cubano Enrique Pérez Díaz, quien prepara un testimonio sobre las motivaciones de quienes hacemos literatura infantil.

¿POR QUÉ ESCRIBO PARA CHICOS?

No es salir del paso, declarar que escribo para niños y adolescentes porque yo era uno de ellos cuando empecé mi primera novelita. Escribía para mí mismo, para mis hermanos y amiguitos, paliando la escasa oferta de libros infantiles y juveniles en la Cuba de finales de los años 60. Es frecuente que un escritor se forme entre las páginas de los libros que lee con mayor pasión… entre las que desea ver aquello que echa, pese a todo, de menos. Todo escritor es una especie de crítico, de “corrector” de los libros que lee.

Yo comencé mi primera novela con 12 años cuando me vi temporalmente privado de “mi dosis” de lecturas porque debí desertar la Biblioteca Provincial, único sitio en que podía encontrar las obras -editadas en España- del historietista belga Hergé, de los británicos autores de novelas detectivescas Enid Blyton y Malcolm Saville, y de nórdicos y alemanes como Astrid Lindgren, Tove Jansson, Erich Kästner, Josephine Siebe, Ake Holberg y Edith Unnerstand, maestros en la combinación de humor, fantasía y exotismo (desde el punto de vista de un cubano) que me gustaba y que las librerías cubanas y la Editora Juvenil (única editorial cubana para chicos entonces) no ofrecía sino excepcionalmente.

Aunque mis lecturas fueron haciéndose progresivamente adultas, seguí escribiendo el mismo género hasta los 19 años. Luego, cuando gracias a los talleres literarios y a mis estudios en la Facultad de Humanidades, ya era consciente del rigor estético y función social que corresponden al escritor, y me convertía irremediablemente en adulto, ya era demasiado tarde para cambiar de estilo, de manera de escribir… Puesto que para mí la literatura infantil (en rigor la narrativa, que es lo que escribo) es un género literario como la lírica, el texto dramatúrgico o el ensayo; un discurso estético peculiar cuyas modalidades de forma y contenido están determinadas –es su especificidad– por su destinatario. Y de la misma manera que un poeta escribe poesía, yo escribo narrativa infantil; tenga destinatario infantil o no en mente, y sean el tema y hasta el lenguaje pertinentemente infantiles o no.

La cuestión es ¿por qué prefiero el destinatario infanto-juvenil y no el otro, los adultos que son mis iguales? Pues porque los niños (más que los adolescentes, que no requieren ni provocan formas literarias específicas) tienen una manera sui géneris de abordar la realidad y utilizar el lenguaje que corresponde exactamente a mi modo de concebir y expresarme literariamente. Mis cuentos y novelas pueden tener temas que interesan a los adultos, pero mi forma de desarrollarlos es la del cuento/novela infantil, con su facilidad para mezclar realidad y fantasía, tratar las palabras con juguetona libertad y presentar los problemas individuales y sociales con una especie de simplicidad. Me interesa y preocupa el mundo en que vivimos, pero no me creo capaz ni me divierte el realismo; prefiero la metáfora, la parábola. Y, para terminar, hay una generosidad una “ingenuidad” (tomen en cuenta las comillas) en la recepción infantil que necesito como pago a mi total entrega a la creación literaria.

Sobre estos temas me he extendido en diversos artículos, publicados en revistas impresas o en espacios electrónicos, parte de los cuales reuní en mi primer libro de ensayos: La literatura infantil: un oficio de centauros y sirenas (Lugar Editorial. Buenos Aires, 2001).  
 

6/8/12

LA CLASICA CUESTION DE LOS CLASICOS


“A través del tiempo han ido formándose los grandes clásicos, los que resisten –como Cervantes, como Lope– a toda revisión, a toda interpretación […] No existe más regla fundamental para juzgar a los clásicos que la de examinar si están de acuerdo con nuestra manera de ver y de sentir la realidad; en el grado en que lo estén o no lo estén, en ese mismo grado estarán vivos o muertos”
                                                                   Azorín [Estébanez: 196; 153]

EL CLÁSICO EN LA RAIZ

En su Diccionario de términos literarios, Demetrio Estébanez Calderón nos informa que clásico es término derivado del adjetivo latino classicus, aplicado a la clase social más alta entre las cinco en que Servio Tulio dividió a los ciudadanos romanos según su fortuna y situación económica. En el siglo II, Aulio Gelio recuperó el término para  designar al escritor (“classicus scriptor, non proletarius”) considerado modelo por sus eminentes dotes literarias. Estébanez emparenta esta denominación con la que en Grecia (hoi enkrithentes: los elegidos) distinguía los creadores considerados maestros, modelos o eminentes en los diversos géneros. Ya en el siglo IV a.C. existía en Atenas una selección de autores que el filólogo Ruhnken (1786) dio en llamar “Kanones” (del griego kanon: regla, lista). En el “kanon” trágico figuraban Esquilo, Sófocles y Eurípides; en el “kanon” épico, Homero y Hesíodo; en el lírico, Píndaro, Safo y Anacreonte, y en la comedia antigua, Eupolis, Cratino, Aristófanes…

En su recorrido por la génesis del clásico, Estébanez  se detiene en la Edad Media, durante la cual se rindió pleitesía a Ovidio, Virgilio, Séneca y otros autores latinos que se tenía por modelos en “Grammatica” y “Rhetorica” para la adquisición de conocimientos de tipo filosófico y moral.

El Renacimiento califica como “clásicos” tanto a los autores latinos como a escritores modernos que brillan en el uso literario de la lengua vernácula., mientras en la Francia de Luis XIV la denominación se extiende a contemporáneos que respetan los cánones de la retórica grecolatina y los rasgos estilísticos de la tradición clásica: orden, armonía  y “buen gusto”. Es precisamente entre estos académicos neoclásicos que surge el primer auténtico clásico infantil: Charles Perrault;  si bien las obras con que inaugura la literatura infantil entre 1695 y 1697, sus cuentos en verso y su definitivo Cuentos de antaño o Cuentos de Mamá Oca, le auguraban tan pocas simpatías entre la cultura oficial y canonizante del momento, que prefirió atribuirlas su hijo, Pierre Perrault Darmancour.

Charles Perrault, el primer clásico
Alain Viala [1991] observa que en general los clásicos se asocian a períodos de esplendor político- económico: el Siglo de Pericles en Grecia, la época de Augusto en Roma, el reino de Luis XIV o el Siglo de Oro en España. La literatura infantil, en parte por su historia más breve y en parte por la falta de reconocimiento oficial, no carga con el fardo de la confusión con un régimen determinado… lo que no salva a los clásicos infantiles de condicionamientos ideológicos.

¿CLASICOS INFANTILES O CLASICOS PARA NIÑOS?

 No encontré en ninguno de los estudios que he consultado la fecha precisa en que comenzó a hablarse de “clásicos infantiles”. Pero como la literatura infantil nace dentro de una actividad pedagógica que hizo de la recuperación de manjares del gran banquete de los adultos su centro y motor, creo poder concluir que la elaboración de un canon es casi consubstancial a la especialidad. No obstante, la teorización de la literatura infantil (fuera de algún epónimo antecedente como el Emilio de Jean Jacques Rousseau) es un fenómeno del siglo XX, y es seguramente entre las dos guerras mundiales que, junto con el desarrollo de la teorización y la promoción de la lectura, comenzó a constituirse  un panteón que se apoyó, sin ir muy lejos, en la excelente producción de títulos específicamente para chicos, básicamente  europea, de la segunda mitad del siglo XIX; esos Andersen, Barrie, Carroll, Collodi, Dickens, Salgari, Stevenson, Verne… que todos conocemos y ponderamos.


En mi ensayo La literatura infantil: un oficio de centauros y sirenas (entre las líneas de un texto dedicado a las funciones de la literatura fantástica) hice una reflexión en torno al valor de preservación patrimonial que cabe a la literatura infantil; considerando que muchos clásicos de la literatura infantil son obras originalmente concebidas para adultos cuya fantasía –recurso para encubrir cuestionamientos sociales, filosóficos, económicos o políticos considerados entonces subversivos, o mecanismo para hacer amena la divulgación de nuevas teorías o visiones del mundo– condujo a la preferencia de niños y/o adolescentes.  Ese feliz “accidente” permitió eludir censura, prejuicios y circunstancialidad, y alcanzar la eternidad, a las fábulas de Esopo y La Fontaine, a Robinson Crusoe y Los viajes de Gulliver, e incluso a una parte de los Viajes extraordinarios de Verne, entre otras obras que no  habrían llegado a ser universales y eternas si no fuera por la “protección” de la infancia. [Rosell; 2001: 54-55]




El destacado ensayista francés Marc Soriano dedica un buen número de páginas de su ya clásico ensayo La literatura para niños y jóvenes. Guía de exploración de sus grandes temas, a las diversas cuestiones en torno a los textos canónicos, y comienza diciendo, con evidente ironía:

El sentido común y la experiencia corriente nos demuestran que un clásico (para adultos) es una obra tan bella y tan famosa que termina por ser explicada en clase. Se la reproduce en ediciones escolares […] muere de muerte natural, protegida contra los indiscretos por su alta reputación y enteramente librada a los eruditos que son los únicos que saben qué pudo significar esta obra en su época y cómo hay que leerla. Se la redescubre cada cincuenta o cien años, en ocasión de los grandes aniversarios… [Soriano: 1999; 143]

 Y saborea el contraste al añadir:

… un “clásico para niños”  es una obra tan hermosa, tan famosa y tan ajustada a los gustos y necesidades del niño que jamás se la explica en clase…” por lo que evita –explica Soriano desde un contexto bastante diferente del actual– verse antologado, despedazado y analizado críticamente en la escuela; lo que es inevitable con los clásicos para adultos, presentes y sometidos a esas “torturas” en los manuales destinados a los escolares, y remata: “… se trata de una obra a la que el niño va por sí mismo, por gusto y por placer. Jugando con las palabras podríamos pues definir al “clásico para los niños” como un libro que interesa a todos los niños, independientemente de su origen social y de su pertenencia a una clase determinada […que] estaría dirigiéndose a lo que hay de universal en ellos: búsqueda de justicia y de verdad, amor a la vida, etc. [Ibid.]

Por supuesto, Soriano escribió esto a mediados de los años 60; cuando todavía la literatura infantil no había entrado en los programas escolares de su país. En todo caso, ratifica la opinión del clásico de los manuales literarios franceses, el Legarde et Michard, cuando une a la consagrada fórmula de “literatura de harmonía” , la precisión “expresa al hombre en su vida eterna”; con lo que confirma la también clásica unidad de forma y contenido.

 La designación de una obra como “clásica” es algo que se inscribe en el campo de la recepción [Viala; Op.Cit.]  y no en el terreno de la concepción de la obra (si exceptuamos los tiempos de pesada normativa neoclásica). Marc Soriano parece considerar que el clásico infantil respondería a calidades intrínsecamente literarias; no obstante, él mismo nos llama la atención sobre el hecho de que en la época en que la escuela se consolida y se vuelve obligatoria en Europa Occidental (la misma en que se produce la eclosión de la industria editorial: la segunda mitad del siglo XIX), se recurrió a escritores de diversa procedencia para que elaborasen obras duraderas y equilibradas que contribuyeran a la consolidación de tradiciones y valores del momento, completando la oferta en libros para adultos que, adaptados o abreviados, se prescribía a la juventud. El ensayista francés constata que sólo excepcionalmente se alcanza el éxito con emprendimiento semejantes (Tolstoi lo intentó, Selma Lagerlöf lo consiguió y Julio Verne lo sublimó) “porque  la sinceridad del artista entra inmediatamente en conflicto con el didactismo del género y con las servidumbres a que obliga […] El propósito de estos libros es sobre todo el de exponer datos de geografía humana, de historia, de economía, etc, que es necesario poner al día constantemente y que constituyen un importante factor de envejecimiento. [Soriano: Op Cit; 144-145] [1]





Nuestro ensayista sabe que el niño: “Necesita libros que lo ayuden a comprender los problemas de su edad, pero esos libros aun cuando evoquen el pasado siguen estando para él ligados al porvenir, a su propio porvenir, conservan un rasgo anticipatorio […] Y concluye, con algo que debería llamar a reflexión a los autores y editores de tanto libro empeñado en exponer, sin la mediación estética necesaria, los más graves problemas del individuo y la sociedad: Los auténticos clásicos para niños y jóvenes: todos, incluidos los más dramáticos, tienen algún oasis de alegría y de distensión y son decididamente optimistas. La emoción o el humor de que están cargados desempeñan en definitiva el papel de técnicas “catárticas”, gracias a la cuales el joven lector logra superar las “crisis” de su evolución. [Idem; 148].
Cuando todavía no había desarrollado sus tipologías específicas, la novela infanto-juvenil no presentaba mayores pecularidades que la moderación en la representación de sentimientos y situaciones y una menor complejidad de los procedimientos formales. El primer elemento distintivo de la narrativa infantil es el valor formativo de las experiencias vividas por el héroe (el lector ha de formarse en el ejemplo y por admiración de los protagonistas, en vez de aprender directamente del texto, como en las historias ramplonamente educativas y moralizantes que dominaron el siglo XVIII y principios del XIX), un personaje suficientemente joven como para que el destinatario pueda identificarse con él. Julio Verne, sin embargo, utiliza pocos protagonistas no adultos, incluso en las novelas donde se dirige consciente y explícitamente a los chicos. Bien recuerdo mi adolescente indignación al verle calificar de “joven” al treintañero héroe de Los 500 millones de la Begún.





CRITERIOS DE SELECCION

Los panteones de clásicos se presentan en forma de repertorios, estudios, compilaciones de trozos escogidos y colecciones editoriales, así como encuestas entre especialistas y testimonios de autores. Todo ello con la finalidad de seleccionar y promover lo mejor de la literatura concebida para chicos o consumible por ellos, siguiendo dos principios consensuales: su “probada eficacia” en el tiempo y sus valores humanos y trascendentes.

Algunos clásicos necesitan del estímulo de un aniversario cerrado o de una versión cinematográfica para despertar del  “sueño de los justos”, pero otros se re editan de manera continua y pueden superponerse diversas versiones: en ediciones anotadas e integrales, condensadas o reducidas a una selección de episodios, re ilustradas o en adaptación dentro de su propio género o a otros: álbumes ilustrados, historietas, teatro…

La escuela es la principal acuñadora y conservadora  de clásicos, pero como la literatura infantil propiamente dicha tardó en conseguir la aceptación de la institución (por cada clásico infantil, los escolares disponen de un montón de epónimos ejemplos de la literatura llamada “general”), se ha debido esperar a las últimas décadas para ver propuesta la lectura integral de libros infantiles (clásicos o no) en las aulas.

Alain Viala [Op.Cit.] ya advertía que: “en la práctica, son tratados como clásicos los autores y obras de carácter consensual (lo que es lógico, en la lógica institucional).  Uno se espera que el tratamiento que enlaza en el mismo destino a Baudelaire, Molière y hasta Voltaire, tienda a aplanar las distinciones entre movimientos literarios […] la escuela iguala las “escuelas literarias” diferentes o rivales”. E insiste en cómo el proceso de canonización reformatea libros y autores, eligiendo ciertos aspectos y disimulando o extirpando asperidades.

Si aplicamos las consideraciones del especialista galo (centrado en la literatura francesa para adultos) a nuestro campo,  notaremos que de Lewis Carroll se oculta su sospechosa pasión por las niñas, de Horacio Quiroga sus neurosis, de Oscar Wilde su homosexualidad… Como mínimo se tiende a tornar insípidas figuras complejas como Road Dahl, quien no era en absoluto el Gigante Bonachón de uno de sus más famosos cuentos.

Los clásicos son generalmente libros de otra época y su prestigio se incrementa a medida que más años los separan de nosotros, pero paulatinamente se han venido incorporando nuevos títulos al canon. Fuente notoria de estos nuevos modelos son los premios (incluso cuando éstos no estén libres de polémica), particularmente aquellos que reconocen el conjunto de una obra  y tienen alcance internacional. El Premio Andersen de la Organización Internacional del Libro Infantil y Juvenil (IBBY), fundado en 1956,  ha elevado a varios de sus galardonados en las primeras décadas (Astrid Lindgren, Erich Kästner, Tove Jansson, Gianni Rodari, Maurice Sendak, María Gripe…) a la calidad de clásicos vivos.

Para la revista Lazarillo, María Victoria Sotomayor analiza cada año los “clásicos y reediciones” que destacan en la producción editorial española. En su nota introductoria al panorama 2008, escribe:

 ¿Los clásicos siguen estando de moda o bien son apuesta segura de las editoriales en tiempos de incertidumbre? Preferimos pensar lo primero: sus historias asentadas en lo más hondo del imaginario colectivo, nos siguen hablando de nosotros mismos, de cómo somos y cómo queremos ser. Aunque hayan transcurrido años o siglos. El viaje de la vida, el crecimiento interior, los miedos y esperanzas que nos conmueven, los sentimientos que constituyen nuestra identidad: de qué otra cosa nos hablan los clásicos si no es de la condición humana, la misma siempre en su ser más profundo […] Es la apuesta por una literatura que nos es necesaria y que debemos mantener viva porque es nuestro legado y nuestra identidad. [Sotomayor; 2008: 69]

En su Diccionario histórico de autores de la literatura infantil y juvenil contemporánea, Juan José Lage presenta sucintamente sus criterios de selección, definiendo a “los pioneros o de referencia” como “autores que han marcado un estilo, que han abierto caminos, autores de culto, referentes para generaciones posteriores” [Lage; 2010: 9].

Es indudable que uno de los aportes de los clásicos es que son testimonio del pensamiento, la palabra y los modos de vida de otros tiempos. Los chicos aprenderán sin dudas mejor el siglo XIX en Dickens o Verne que en las frías páginas del manual de Historia, en la veracidad siempre escasa de las películas hollywoodenses o en los libros de nuestros contemporáneos que suelen abordar dicha época con una ideología que es la de nuestro tiempo y un discurso que, aunque por momentos imite el tono de antaño, es básicamente, actual.

Luis Daniel González afirma en la introducción de su Guía de clásicos de la literatura infantil y juvenil: “No leemos novelas para aprender, pero al leer aprendemos, pues todas las obras literarias tienen una inevitable función de espejos y todo aprendizaje se realiza a partir de modelos”, pero enseguida aclara: “Tan pernicioso y absurdo es reducir la literatura a un instrumento educativo, como ignorar su papel en la formación de la inteligencia, voluntad y afectividad del lector joven”. [González; 1999: p. 13]

Pero los clásicos no aportan bases culturales solamente a los chicos. Los escritores contemporáneos de literatura infantil tienen en el patrimonio del pasado un suelo firme en el cual levantar sus arquitecturas de papel. Así, mientras no hay autor cubano que no calce su mesa de trabajo con un ejemplar de Obras de Martí, la brasileña Ana María Machado ha bordado a menudo con el hilo irrompible de su predecesor Monteiro Lobato. De manera similar, la austríaca Christine Nöstlinger invierte la idea básica de Las aventuras de Pinocho para componer su Konrad o el niño que salió de una lata de conservas antes de osar El nuevo Pichocho, y Graciela Montes se inspira de la mejor picaresca española para su más lograda novela: Aventuras y desventuras de Casiperro del Hambre; por no hablar de auténticos subgéneros surgidos del surco abierto por una obra inmortal, como las Robinsonadas, las islas de tesoros diversos o los países imaginarios que ha descubierto tanto Gulliver de otro nombre (hijo de clásico caza cánones).

Cuando un escritor conoce los autores y libros que le precedieron, puede ofrecer a su propia obra perspectiva, profundidad de campo y establecer substanciosas interacciones. La literatura infantil contemporánea, en su riqueza connotativa, establece vasos comunicantes con las obras anteriores y así va constituyéndose un continente imaginario que ya dispone de su propio Olimpo. De esta manera se ha construido la identidad de la literatura infantil universal, la identidad inherente a diversos grupos lingüísticos y la identidad nacional de países que, por eso mismo, dominan hoy el género. Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia, Alemania, los Países Escandinavos… cuentan todos con formidables clásicos que todo el planeta conoce y venera.

No hay, tampoco, que olvidar países y regiones sin antigua tradición editorial que disponen de rica tradición oral: el África subsahariana y buena parte de Hispanoamérica (con un patrimonio proteico que ninguna compilación ha fijado y universalizado), Rusia (con las muy divulgadas colecciones organizadas por Afanásiev) o el mundo arábigo-pérsico, que puede ufanarse de la universalmente conocida e influyente Mil y una noches.





Aunque parezca paradójico, la noción de clásico no es permanente. Para empezar porque de la mucha riqueza que contiene siempre un clásico, cada generación puede preferir facetas bien diferentes, resultando interpretaciones a veces fuertemente contrastantes y hasta contradictorias. Por otra parte, obras hoy completamente olvidadas fueron consideradas en su momento, ineludibles; de la misma manera que algunas que veneramos ahora, se eclipsarán de manera parcial o total en un futuro. Paralelamente, títulos que en un país constituyen las columnas del templo, en otro no sirven ni para nivelar el terreno.  Y aquí y allá hay obras que conservan un prestigio que responde más a la aporía que a la verdad.

En literatura, como en toda actividad pública, la pereza intelectual otorga consistencia a ciertos fantasmas. Suelen ser libros que “siempre han estado” en algún canon y que nadie se toma el trabajo de releer. Ocurre a menudo con obras cuyos fragmentos figuran en los programas escolares porque ocupan un lugar en la Historia Literaria (universal, regional o nacional), pero que se desvanecerían si los expusiéramos a la cruda luz del sol. Al mismo tiempo, como recuerda Eliacer Cansino, la pérdida  de los laureles canónicos puede resultar de la conspiración transitoria de individuos o colectivos movidos por razones extraliterarias y hasta por la mera usurpación de un oropel que se desea atribuir a la obra propia o a la del líder de la capilla. 

Cansino no da ejemplos de lo anterior, pero sí es explícito en cuanto a las razones que hacen de un buen libro algo más; todo un clásico.

 Porque se han erigido por encima de su tiempo; porque […] es virtud del clásico no reducir su expresión a un solo mensaje, sino que su palaba tiene la capacidad de despertar en el lector nuevos y contemporáneos problemas  […]  porque saltan por encima de su propia lengua y son capaces de resistir la traducción (y ello porque tocan la clave de lo humano que no es deudora de ninguna lengua); porque son capaces de seguir teniendo sentido y dando sentido en sociedades diversas; y porque, finalmente siguen preguntándonos y exigiéndonos una respuesta a los problemas que plantean. [Cansino; 2007: 32]
Consciente del peligro de confusión entre clásico y libro de calidad, el narrador y profesor andaluz  advierte: “a veces bajo el marbete de “nuestros clásicos” pretendemos incluir a aquel autor que nos descubrió una parcela desconocida de la realidad, o nos alertó ante una cuestión ignorada”, pero el verdadero “clásico ha de superar la individualidad y en los casos en que me he referido corremos el riesgo de confundir nuestra singularidad con el valor universal” [Idem]. Es que para Cansino, los clásicos alimentan una conciencia colectiva, aportan un código cultural común (de ahí que a veces se incurra en lo que parece un contrasentido: la coronación de “clásicos nacionales”).

El número de clásicos juveniles supera ampliamente al de clásicos infantiles. Esto puede explicarlo tanto a la proximidad con el modelo literario adulto, que recuperan fácilmente las obras para mayores de 8-10 años, como al hecho de que la comprensión de las necesidades culturales de las primeras infancias y el desarrollo de literatura para dicha etapa es tardío.


Pero el éxito (la aprobación por el propio público destinatario) ha conseguido pesar tanto como la opinión “autorizada” de pedagogos y críticos literarios. La mayoría de los clásicos fueron, en su momento, libros populares. Luis Daniel González señala: “Entre los libros con tirón entre los jóvenes hay muchos cuya fuerza procede del dinamismo del relato como los de Salgari, del acierto en la mezcla de “los ingredientes” como los de Enid Blyton, de la creación de personajes singulares y atractivos que los harán pervivir como Alicia (Carroll) o Peter Pan (Barrie), o de unas versiones cinematográficas afortunadas que han potenciado su éxito como Bambi (Salten) o Mary Poppins (Travers)”, y más adelante menciona libros cuya calidad tarda en instalarse debido a un estilo menos accesible (cita Platero y yo y El principito) y “las obras ¿menores? de autores de reconocido prestigio, como El árbol de los deseos (Faulkner), La perla (Steinbeck), El viejo y el mar (Hemingway) y libros que marcan un antes y un después: como El libro del nonsense, de Lear (…) o el poema narrativo de Longfellow, El canto de Hiawatha…” [González: 1999; p. 14-15]

González confiesa que en su selección los autores españoles e hispanoamericanos son escasos. Lo atribuye al más rápido desarrollo de la literatura infantil en lengua inglesa (“se suele decir que el XVIII y el XIX son ingleses, y el XX, norteamericano”) aunque no excluye la influencia del marketing; pero su casting hispanoamericano no es solo ralo sino errado; es evidente que nada sabe este especialista español de nuestra literatura anterior a 1950: ni siquiera Martí, Quiroga o Gabriela Mistral figuran en su lista, por lo demás bastante consensual.





EL CASO DE LOS CLÁSICOS EXTRANJEROS

Para Marc Soriano, “Las raíces nacionales y populares de los clásicos más célebres son particularmente evidentes. Basta pensar en las nursery rhymes, en Alicia en el País de las Maravillas, en los cuentos de Andersen… [Soriano: 153], y enseguida interpreta la aparente paradoja: las profundas raíces nacionales e históricas de esos y tantos otros clásicos invalidarían su trascendencia en tiempo y espacio; pero no es así porque esos sabores específicos encuentran resonancia en lo esencial de pueblos y épocas. El eco, bien se sabe, se produce en montañas de gran altura y cavernas de insospechable profundidad. Una obra pequeña en sus ambiciones y/o en la riqueza de sus formas es incapaz de resonar allende fronteras y tiempos.

A propósito de la traducción, inevitable cuando se habla de clásicos extranjeros,  nuestro ensayista la reclama “a la vez fiel y fluida, que no persiga tanto la exactitud inmediata como la “equivalencia”. Su publicación debería ir acompañada de una mediación cultural… Para que un clásico extranjero tenga ocasión de ser asimilado por los jóvenes lectores de otra cultura, a menudo es inevitable proceder a una adaptación.[Idem]

A nadie debe sorprender el hecho de que hoy un autor como Julio Verne pueda ser más leído por jóvenes hispanoamericanos que por sus contemporáneos franceses. Simplemente porque el traductor que vierte al gran autor francés en castellano puede permitirse escoger palabras más actuales, deslizar una explicación o incluso aligerar el texto de “pliegues y molduras” propios de la época y del proyecto ideológico y comercial en que publicó Verne (sus novelas salían en forma de folletín en una revista que reunía varios capítulos, y solo una vez terminada la publicación “gota a gota” se hacían las ediciones en libro… que Verne debía producir a un ritmo constante y no siempre de su gusto). No por ello el traductor definirá su trabajo como adaptación ni levantará las protestas que generaría en Francia intervención semejante en la prosa de un monumento nacional.

La cuestión de las adaptaciones ha sido siempre polémica. Cuando la literatura infantil aún no existía o disponía de una escasa bibliografía, los propios chicos escogieron en la biblioteca de sus mayores obras que podían satisfacerles… si se saltaban de párrafos y páginas cenagosos. Siguiéndoles los pasos o adivinándoles la intención, pedagogos y editores se dieron a la tarea de escoger y purgar de descripciones minuciosas, disquisiciones filosóficas, religiosas o políticas y sobre todo de uno que otro trozo considerado inadecuado a la “inocencia” de los chicos (sexo, muerte y compañía) lo que les parecía mejor de la producción para adultos.

Personalmente no soy partidario de las adaptaciones. Hoy disponemos de tanta buena literatura al alcance de niños de todas las edades que solo excepcionalmente se justifica el adelantarles, en versión simplificada o parcial, el contacto con un monumento de las letras. Algunos contienen grandes mitos, fábulas y metáforas –que sintetizan grandes ideas, saberes esenciales y preguntas trascendentes– que quizás sea justificado adelantar en versión simplificada. Expresiones que enriquecen el lenguaje corriente como “luchar contra los molinos de viento”, “como Jonás y la ballena”, “es un Romeo en busca de su Julieta”, “celoso como Otelo”, “fulano está pasando una verdadera Odisea”, “todo el mundo tiene su talón de Aquiles”, “está como Robinson en su isla”… no pueden ser comprendidas o plenamente saboreadas sin un acercamiento temprano y elemental a ciertas creaciones de gran calado. Pero es imprescindible que quien comete una adaptación –si ésta es absolutamente realmente indispensable– tenga alas bastante vigorosas como para trepar a las alturas donde el autor original se paseaba a sus anchas.

CONTENIDO Y FORMA

Si en la mayoría de los clásicos lo que se pone de relieve son los grandes sentimientos y destinos humanos, lo cierto es que lo que atrapa a los chicos es la historia bien contada. Los clásicos suelen haber alcanzado su dorada pátina gracias a la capacidad de sus autores para conseguir un perfecto equilibrio entre calidad formal y riqueza de contenido, en su aptitud para comprender La Verdad de la vida y pintar personajes vivos, expresándose con una elocuencia que resiste al paso del tiempo sin por ello carecer de un sabor peculiar, inherente a su época, pero también al autor, e incluso –no hay que olvidarlo– gracias a poderosas innovaciones temáticas, compositivas y expresivas.


Lo que hace al clásico no es siempre lo mismo y mucho menos en las mismas dosis. Los libros de Lewis Carroll son de una asombrosa complejidad simbólica y alusiva, mientras en Stevenson la riqueza se concentra en unos personajes en ágil esgrima psicológica, y en Mark Twain se perfila en crónica de un espacio-tiempo determinado que se vuelve universal. Lo que nos gusta de Andersen es que se trata de Andersen: sus historias pueden ser conmovedoras o ingeniosas, originales o de fuente popular, pero siempre están fundidas en un crisol que desapareció con la muerte del autor. En cambio, los cuentos de los Hermanos Grimm carecen de esa forma perfecta o intensamente personal, por no hablar de autores como Emilio Salgari quien fue capaz de legarnos tipos inolvidables como Sandokan o el Corsario Negro a través de una prosa pobre y efectista y pese considerables errores históricos, geográficos o zoológicos. Es que un clásico infantil es un libro que hace soñar, reflexionar y vibrar a generaciones, antes que un libro perfecto… suponiendo que tal cosa exista.

¿CLASICOS NACIONALES? ¿CLASICOS LATINOAMERICANOS?

¿Puede un clásico ser otra cosa que universal? ¿Cómo hablar entonces de clásico nacional? Gracias al milagro del talento del artista, cuya misión es precisamente convertir lo particular en general, lo local en universal.

El voluntarismo de naciones jóvenes deseosas de ofrecer a sus chicos modelos propios, se extravía demasiado a menudo por los enyerbados atajos del localismo pintoresquista, el nacionalismo enfático, el patriotismo ejemplarizante y otras intromisiones de la construcción identitaria en el campo de lo genuinamente literario. Estas “impurezas” condenan la obra–heraldo  no solo a una circulación limitada en el tiempo sino en el espacio. Lamentablemente, la institución escolar y el poder político, en su reflejo conservador, suelen mantener en vida cadáveres literarios que no hacen otra cosa que alejar a los chicos de la lectura. Las crónicas de la colonia, los inflamados poetas decimonónicos, los militantes del realismo social de la primera mitad del siglo XX y otras reliquias de nuestras letras merecen el mayor respeto, pero si se trata de inculcar amor a la lectura e incluso amor a la patria, hay que tener en cuenta cómo son, cómo sienten y qué necesidades, experiencia y retos tienen los niños actuales.

Vuelvo a Marc Soriano: “Nuestra preocupación por respetar los textos debe quedar amortiguada por una preocupación al menos equivalente por respetar a los niños” [Op. Cit.; p.155]

Lo cierto es que pasan por clásicos en cada país, libros que llevan mucho tiempo en el mercado y en los currículos de una escuela que demasiado a menudo se substituye a la crítica de literatura infantil, inexistente o insuficiente. Muchos de esos “clásicos” son difíciles de leer por los chicos de hoy (y quizás lo fueron también en su momento), pero la institución escolar y las elites literarias nacionales los siguen imponiendo.

La constitución de una literatura nacional es un proceso dinámico y complejo, y la literatura infantil participa en ello con sus fluctuaciones específicas, que no son menos complejas. Las literaturas latinoamericanas de infancia y adolescencia están todavía en plena juventud y sufrirán no pocas “fiebres hormonales” antes de alcanzar su equilibrio y normalización. En la época de globalización asimétrica en que vivimos, el proceso será tortuoso, pero por lo mismo más apasionante.

Las literaturas latinoamericanas siempre han tenido la vocación de constituir simultáneamente una identidad continental. Para ello contamos con clásicos consensuales como José Martí, Rubén Darío, Gabriela Mistral y Horacio Quiroga, todos autores de textos para chicos, además de aquellas partes de su obra para adultos que, en sus países respectivos y a veces más allá son propuestos al público juvenil por razones patrimoniales. Cada país tiene sus clásicos endémicos, más antiguos o más recientes, pero que aún no llegamos a compartir (Monteiro Lobato, indispensable para los brasileños, ¿tiene hoy alguna traducción al castellano en librerías?) y también tenemos patrimonios imaginativos comunes (cuentos afroamericanos en el Caribe y Brasil, leyendas aborígenes –de las civilizaciones precolombinas y de los pueblos que conservaron cierta autonomía cultural tras la cruenta conquista y colonización– que unen países por encima de la frontera común, ya sea en América del Sur o en América Central. Es un patrimonio rico que espera por una consolidación y apropiación por la literatura escrita (ya no podemos decir simplemente “impresa”), proceso de fijación comparable al que las literaturas europeas han realizado con las tradiciones celtas, por ejemplo. En esa inmensa,  variada y mal conocida tradición tenemos un fabuloso yacimiento de clásicos.

Es la apropiación colectiva, sancionada por el tiempo y certificada por la institución (la escuela, pero también la crítica) lo que hace el clásico. La paradoja –el secreto– está en que cada época, cada generación, cada estrato social ha proporcionado una “nueva lectura” de los clásicos para niños. Estas renovaciones, hay que señalarlo, solo son posibles en el caso de obras particularmente ricas y complejas [Soriano: 152]; puesto que no hay clásico sin polisemia, sin connotación. “Caperucita roja”, “La princesa y el guisante”, “Mediopollito”… parecen obras extremadamente sencilla, y sin embargo están llenas de matices, de volutas internas en que pueden alojarse múltiples sentidos y resonancias.


BIBLIOGRAFIA

CANSINO, Eliacer: “¿Para qué queremos a los clásicos?”.  Lazarillo (revista de la Asociación de Amigos del Libro Infantil y Juvenil), n°18. Madrid, 2007. Año XXV, 2ª época.

ESTÉBANEZ  CALDERÓN, Demetrio: Diccionario de términos literarios. Madrid. Alianza Editorial, 1996.

GONZÁLEZ, Luis Daniel. Guía de clásicos de la literatura infantil y juvenil (hasta 1950). Palabra. Madrid, 1999 (este primer tomo es seguido por otros dos dedicados a los libros publicados después de 1950 y a “Libros ilustrados, cómic, poesía, teatro y bibliografía”)

LAGE FERNANDEZ, Juan José: Diccionario histórico de autores de la literatura infantil y juvenil contemporánea. Granada. Editorial Octaedro Andalucía, 2010 (www.diccionariolij.es).

ROSELL, Joel Franz : La literatura infantil: un oficio de centauros y sirenas. Buenos Aires. Lugar Editorial, 2001.

SORIANO, Marc: La literatura para niños y jóvenes. Guía de exploración de sus grandes temas (traducción, adaptación y notas de Graciela Montes de la versión, revisada por el autor, del original estrenado en Francia en 1975 con el título Guide de littérature pour la jeunesse. Courants, problèmes, Choix d’auteurs). Buenos Aires. Colihue, 1999.

SOTOMAYOR, María Victoria: “Clásicos y reediciones 2008: una apuesta por lo permanente”. Lazarillo (revista de la Asociación de Amigos del Libro Infantil y Juvenil), n°21. Madrid, 2009. Año XXVII, 2ª época.

VIALA, Alain: « Qu’est-ce qu’un classique ? ». Bulletin de bibliothèques de France. http://bbf.enssib.fr/consulter/bbf–1992–01–0006–001









[1] A estas alturas, el atento lector ha comprendido que me apoyo fuertemente en el estudio de Marc Soriano. A veces coincido, a veces gloso, pero también disiento o actualizo los criterios de “mi maestro”. Nada más normal, su Guide de littérature pour la jeunesse (que cito en la versión de Graciela Montes para mayor facilidad) es un clásico, y todo clásico, para seguirlo siendo, ha de ser devorado, digerido e incorporado al espíritu de ese caníbal ilustrado que es todo autor.       

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